lunes, 18 de enero de 2016

Con zapatos de tacón o manifiesto del país sin punta


Con zapatos de tacón



Con zapatos de tacón
las nenas se ven mejor…
que con zapatos de piso
Bronco



Si algo habría que envidiar al género masculino es no tener que lidiar con la funesta presión social de usar zapatos de tacón. El calzado de los hombres, desde la infancia, tiende a lo tosco, a lo holgado; también a lo redondo, por lo que los dedos pisan sobre una extendida comodidad. Nada da más pena que ver una niña de 8 años vestida a imagen y semejanza de su madre, que ya porta unos huarachitos poco confortables de pequeña altura.

           Cuántas historias de represión podrían contarse a partir de los zapatos que  nos aprietan. Mi vida resumida a los materiales que me han envuelto los pies pueden acaso esbozar una de tantas. De niña me obligaron, sabiamente, a usar zapatos cerrados, de cintas o de broches, con suela de goma. No podía elegir un modelo que no me sujetara bien los pies pues, se decía, podían enchuecarse. Los tipo ortopédicos no eran los más lindos —mi madre estaba entonces más interesada en que me condujera derechamente— y, por supuesto, en que éstos me duraran todo el semestre escolar. De lo que no pude salvarme: los tradicionales bailables escolares, con vestidos folklóricos, trenzas de estambre y zapatitos altos para taconear al ritmo de la música mexicana, o bien, la falda de mezclilla, camisa texana de cuadros, sombrero norteño y los mismos taconcitos para alegrar a todo público en esos patéticos festivales que toda madre registró en fotografías.

En la adolescencia comencé a usar zapato de plataforma. De estilo tosco, sí, porque era “rockera” (aunque también era una manera inconsciente de parecer más alta). Cuando abandoné la casa materna para estudiar, mudé a una ciudad pluvial y montañosa. Poco me duraron los zapatos de alto soporte, sufrir de continuas torceduras de tobillos me orilló a cambiar todo mi repertorio zapatil por botas de piso y tenis. Creo que fueron los años de mayor dicha andariega, en una ciudad húmeda y floreada, amable con la tranquila caminata nocturna.

            En un afán, también inconsciente, de entorpecer mi andar (con las implicaciones psicológicas que eso conlleve) me incliné un tiempo por usar sandalias tejidas con fibras naturales; si estudiaba en Humanidades, llegué a pensar, adornarían mi actitud de hippie-pacifista-relajada. Los huaraches no siempre servían para hacer largos recorridos, y definitivamente no se llevan con los charcos ni los torrentes de agua. Pero uno suele ignorar la comodidad cuando se trata de verse bien (por más haragán que fuera mi estilo).

            La vida sedentaria de egresada llegó más tarde y volví a alojarme en una ciudad de clima abrasador que me impide aún disfrutar de paseos casi a cualquier hora del día. Subir al automóvil para llegar a una oficina y hacerla de promotora cultural me hizo creer que debía llenar mi closet de zapatos de tacón en varias tonalidades. Comencé con unos decentes, decorosos y tímidos de tres centímetros. Junto a mis compañeras eran eso, unos zapatos modestos e introvertidos que apenas me elevaban una nada sobre mi diminuta estatura. Yo habría jurado que en verdad marcaban mis pantorrillas, pero las diferencias con las “otras” eran abismales, abismales como las causas que nos mantenían en ese trabajo atroz de doce horas diarias, ya lo dije, en pro de la “alta” cultura.

           Entre los recuerdos pedestres tengo también mi iniciación como docente universitaria. Antes de aquel comienzo me había comprado algunos (como dos centímetros más prominentes que los anteriores, todavía dentro de lo recatado), además de vestidos y maquillaje para verme mayor. Recuerdo que la primera vez que entré al salón de clases, con todo y mi disfraz de maestra, las chicas me preguntaron si era una nueva alumna. Hubo incluso algunas estudiantes que portaban unos, no miento, como del doce, y no sé cómo hacían para subir y bajar las escaleras entre clase y clase, ni qué ungüento milagroso se aplicarían por las noches para aguantar el dolor.

“La belleza cuesta”, dicen, nos hacen creer. Aunque me declaré en contra de esta idea miserable y me asumí bastante propensa a la vida confortable y sencilla, he caído invariablemente en tramposos clichés y modas nefastas. Si hurgo en las profundidades de mis justificaciones, las contradicciones son claras: sin estar de acuerdo en someter mis extremidades a la tortura de lo aparente, frente al aparador, no obstante, oscilaba entre llevarme unos zapatos de descanso, u otro par “casual”, “formal” o “de fiesta”, en algún color hasta entonces no probado en mi caminar. Pensaba, de forma paranoica, que podría perder el empleo por portar unos agradables y holgados esperpentos.

            Al fin llegó el día en que, literalmente cansada de conducirme en bellos e irritantes modelos —que además parecían zapatillas de reposo a los ojos del resto de las féminas realmente entaconadas— busqué asideros de información sin saber que sería el comienzo de mi propia contienda secreta. Y es que no se necesita un gran coeficiente intelectual para entender que montarse en unos zapatos altos no trae ningún beneficio más allá de la creencia de que se lucen piernas esbeltas y estéticamente apreciables y, claro está, que la estatura se eleva unos centímetros.

            Muchas dirán que no es poca cosa, y otras más allá también dirán que se ven y se sienten psicológicamente mejor. Claro, si lo más significativo en el mundo es cómo lucimos y nos sentimos ahora, y no cómo eso afectará los tobillos, rodillas, meniscos, cintura, cadera, coxis y columna, ni cómo trastornará la postura, y desde luego, ¡los pies! en un futuro no tan alejado: ni qué decir. En la era del vacío, del vacío que paradójicamente nos invade, sabemos, la apariencia intenta llenar el vasto hueco existencial. En lo que hoy queremos ser, o al menos parecer, no cabe la medición de las consecuencias a largo plazo.

            Madres, tías y abuelas han admitido que los zapatos que usaron en su juventud les destrozaron los pies. Ya no pueden usar sandalias veraniegas que dejen a la vista sus juanetes y dedillos permanentemente contraídos. Cuando he preguntado la razón de la tortuosa y antifisiológica costumbre, algunas me dicen que simplemente así era si pretendías tener “buen aspecto”. Pasan los años y ya no se soportan los zapatos de piso; la afectada deformación es tal que sólo en recuerdos quedará lo que un día fue pasear con las plantas paralelas al suelo. Y aunque madres, tías y abuelas intentan evadir el tema, han llegado a confesar que más aterrador que el dolor de parto es el dolor de la cirugía hallus valgus. A tal extremo que algunas prefieren, por fin, cambiar de modelos, y disimular las prominencias óseas con zapatitos cerrados.

Cierta mujer tiene un esposo que elige sus zapatillas. Imagínense. En reuniones familiares ella presume que su maridito quiere que se vea “hermosa” todo el tiempo. Bastaría con observar cómo camina después de un rato en el centro comercial, ya se recarga en un pie, ya en otro. Pero si alguien se atreve a preguntar si está cansada responde que no, que su calzado es comodísimo y te habla con soltura mercadológica de la marca y el precio (como si eso fuera relativo al confort de un diseño).



Con zapatos de tacón / se mueven como programadas para coquetear, / con zapatos de tacón / se mueven y sus movimientos nos hacen babear.



Inevitable preguntarnos ahora: ¿por qué las mujeres no se quejan y, al contrario, llegan a sentir lástima por las pobres que no han acumulado un mínimo aceptable de 10, 20, 30 pares en su closet, y “se divierten” contando que no hay mejor remedio para la depresión que comprarse zapatos? Hemos de preguntarnos, también, ¿por qué como mujeres no promovemos el uso formal de chanclas o chinelas en el trabajo y en la vida diaria? Toleramos formas (ni siquiera tan) sutiles de violencia social y de violencia hacia nosotras mismas; ¿por qué nadie habla tampoco de la discriminación silenciosa entre las mismas mujeres (pienso en una que se le ocurre aparecer con unas alpargatas horrendamente acogedoras en una fiesta).

            Y si en vez de la dolorosa queja damos un giro al terreno de las alegorías (a veces funcionan mejor que los discursos directos), tenemos la de Prometeo mal encadenado, de André Gide: “todos tenemos un águila”. En el mito griego, el portador del fuego es por segunda ocasión castigado por Zeus: además de encadenarlo a una roca del Cáucaso, un águila devoraría su hígado incansablemente. El cuerpo inmortal de Prometeo se regeneraba de día para recibir el castigo nocturno del ave hambrienta. Como personaje de Gide, el Prometeo del siglo XX advierte que todos tenemos un águila que nos engulle según se lo permitamos. ¿Y qué con los tacones? Nos une al águila cierto cariño o amor desmedido (según sea el caso) que nos hace sentir culpables si no la alimentamos. Se engorda al pajarraco en detrimento de la propia salud. Sabemos que nos hace daño, pero también nos gusta presumir la belleza de sus plumas cuando está bien cebada por nuestro propio hígado, por nuestro propio malestar. Todos tenemos un águila, un miedo, un hábito, una costumbre o unos zapatos de tacón que no importa si nos perjudican o lastiman, lo sustancial es que se puedan presumir y nos proporcionen un “porte” elevado.

             Si Prometeo nos hubiera convidado algo más que el fuego, las artes y, siglos más tarde, la reflexión sobre el águila metafórica que nos carcome un hígado también metafórico, si nos convidara algo de su clarividencia, me atrevo a externar algunas no tan sesudas predicciones:



Los hombres no se salvarán

Pese a lo dicho en el preludio de este texto sobre el calzado masculino, he visto los últimos años una marcada tendencia de puntas que se angostan, es decir, que ahora se “estilan” los zapatos picudos. La moda no respeta géneros[1] y engendra nuevos comportamientos de consumo. Toda una gama de productos, hasta hace poco considerados “femeninos”, está disponible para que los hombres dediquen una mayor parte de su gasto al “cuidado personal”. Ahora escucho a varones que se jactan de tener una colección de zapatos en casa, de variadas texturas y tonalidades, de entre los que pueden elegir cada mañana según la ocasión lo amerite. No nos sorprendamos el día en que el tacón de las botas masculinas comience a crecer[2] y ellos estén satisfechos al ver tras el pantalón ajustado el realce y redondez de sus posaderas.



Las mujeres se salvarán cada vez menos

Los zapatos serán cada vez más altos, de colores más estridentes, con materiales y texturas cada vez más impensables, como si fueran todas a concursar en el mismo show. No lo predijo Prometeo. Basta con ver los aparadores de cada temporada.



El manifiesto del país sin punta

Gianni Rodari ha dejado al mundo un cuento fabuloso en el que un viajero llega a “El país sin punta”; ahí todo era redondito y de suave curva. Lo que conocemos como afilado, espinoso, puntiagudo y dañino no existía en ese lugar. Hasta los policías eran amables. No lo dice Rodari, pero por consecuencia podemos imaginar que en sus zapaterías sólo vendían botas industriales, borceguís abombados, tenis, zapatos de enfermera, escarpines de bebés, pantuflas, babuchas (sin punta), zapatillos tejidos, sandalias ergonómicas y crocs.

En dos grandes apartados tendrían que dividirse los aparadores: zapatos de descanso y zapatos para caminar o hacer deportes. En este país sería valorado quien se preocupara demasiado por sus pies y piernas, y quienes practicaran los distintos tipos de caminatas: paseadoras, reflexivas, dubitativas, desestresantes, etc. La visita al podólogo sería indispensable desde temprana edad. Y sus mayores se dejarían de andaderas, bastones y sillas de ruedas porque no habría tanta enfermedad de las extremidades.

            He leído y releído este cuento. También he ido agregando detalles redondos y amables a mi propio país sin punta imaginario. Entre mis nuevos hábitos tengo: sólo comprar zapatos afables y cordiales y afectuosos con mis pies; cuando halle el país del cuento rodariano seré aceptada como ciudadana sin punta, si no en todos los sentidos y acepciones de la frase, por lo menos en uno sí: lo que me mantiene “en pie”.


[1] La moda impone y también ciertos personajes del espectáculo. Ya el glam ochentero nos mostró que los rockeros pueden usar cantidades estratosféricas de maquillaje y botas negras con remaches, pero con altas plataformas.
[2] Como dato curioso para los anales del calzado, un diseñador textil mexicano comenzó a aparecer en sus clases universitarias con zapatos de tacón de 12 centímetros. Según él, no se trata de travestismo pues sigue llevando una masculina y larga barba, sino de jugar con los roles de género, con los objetos relacionados a éstos. En una entrevista ha dicho: “He usado bolsos, aretes… pero el poder que tienen los zapatos de tacón es mucho más fuerte que cualquier otro objeto. Los zapatos tienen mucho background de erotismo, lujo y poder. Si estudié diseño textil es para saber las historias de los objetos y yo poder crear una nueva historia con ellos” (http://www.animalpolitico.com/2013/05/la-vida-de-un-hombre-en-tacones/). Investigación seria o no, performance o expresión del arte contemporáneo que se basa puramente en el discurso, no sé, pero él tampoco se salvará de la larga lista de dolores y padecimientos que acompañan estos “lujosos y poderosos” objetos.

lunes, 11 de mayo de 2015


Nueva colaboración en el suplemento cultural La soldadera, de El sol de Zacatecas.
Relato Fijación por los calcetines
 
La Soldadera 25



sábado, 14 de marzo de 2015

Un domingo al mes. Crónica de una librería ambulante




Ruth Castro

Es domingo 1 de marzo. Un día cálido, pero de esos en que todavía sales con un suéter “por si acaso”. Edgar y su sobrino Jonathan pasan por mí a las 5:30 p.m. para ir a Matamoros, Coahuila; una pequeña ciudad de La Comarca Lagunera aledaña a Torreón. Subimos las cajas a la camioneta y nos vamos. Son 20 minutos de camino, más los que tardamos en localizar la plaza principal.
En el breve viaje pienso en mi gran habilidad para comprometerme en empresas del tipo “picar piedra”. Tal vez no vendamos nada, tal vez a nadie le importe una lectura en voz alta, y además es domingo, mi único día de “descanso”, y en el que paradójicamente hago todo los pendientes caseros que se acumulan en la semana.
Le hablamos por teléfono a Sergio porque estamos perdidos. Él ha sido el de la ocurrencia. Después de que participara como cuentacuentos clown en la mayoría de las ediciones de Moreleando en Torreón, ha pensado en hacer algo similar, por pequeño que sea, en su pueblo. Decir “pueblo” es eso, un decir, porque Matamoros tiene más de 100 mil habitantes. Sergio aparece corriendo, se sube a la camioneta y nos indica por dónde ir. Es muy cerca de ahí, pero hay que dar un largo rodeo porque han cerrado una calle: la Pabellón.  
Cuando llegamos ya están instalados dos foros, uno para música y otro pequeño en el que leeremos en voz alta y más tarde se pondrá una película de Miyasaki. Instalamos nuestra mesita con libros debajo de un árbol enorme. La gente comienza a acercarse.
La Pabellón es una de las cuatro calles que bordean la plaza, y el domingo es el día de paseo familiar, de buscar un elote, una hamburguesa, una nieve. Señoras, niños y jóvenes empiezan a ver los libros de nuestra mesa. En la otra cuadra se escucha una bandita de rock que prueba el sonido. A la vuelta los Cachivaches preparan su presentación y anuncian la primera llamada.
No he comido, así que dejo a Edgar y a su sobrino con la gente que husmea los libros y me alejo en busca de alimento. Entre las calles, los puestos de tacos se alistan; apenas están prendiendo el carbón o instalando mesas y limpiando. No encuentro un solo puesto que ya tenga comida lista. Más adelante entro a una fonda y pido una hamburguesa, unas papas y una Coca. Normalmente no comería eso, pero es domingo, ya son más de las 6:00 p.m., y el día de hoy mi hambre no distingue entre grasoso y saludable. La señora que atiende me dice que no vende refrescos desechables, que si quiero en envase de vidrio. Le pregunto si debo pagar importe y ella me observa de manera extraña. Me dice que es simple, que se lo devuelva cuando termine.
Aparezco nuevamente en el stand de libros, con una sonrisa y una Coca en envase de vidrio: digan lo que digan saben mejor que las de lata o envase plástico. Esta ciudad comienza a gustarme. A nuestro puesto libresco se ha acercado más gente. Parece que tuviéramos una nueva receta de conchitas preparadas. Jóvenes preguntan por libros, señoras buscan alguno para sus niños también.


Hace un viento cálido y se ha metido por fin el sol. El árbol que nos dio sombra un ratito ahora oscurece demasiado el espacio. A unos metros de nosotros está un arbotante apagado; esperamos a que lo prendan y nos movemos hacia él.
Lo que está sucediendo parece una danza callejera: adolescentes tocan surf en uno de los foros, un mimo reúne a un público expectante, una estatua viviente se presenta como un hombre que levita, la caricatura japonesa inicia en una gran pantalla, y muchos de los libros que trajimos se alejan en los brazos de la gente.



Le pregunto a Sergio si hay librerías en Matamoros. Ni una sola. Una gran parte de la población viaja todos los días a Torreón o a Gómez Palacio porque allá estudian o trabajan. Si necesitan o desean comprarse un libro no pueden adquirirlo en su ciudad.
Sergio Ayup Rodríguez anda de un lado para otro revisando que todas las actividades se realicen sin percances. Lo acompaña también el joven director de cultura municipal, que lo ha apoyado en el proyecto. He olvidado lo que pensaba camino acá. Ver a la gente entusiasmada por lo que sucede en la calle ha valido la vuelta. Un chico aparca su bicicleta y está como poseído viendo títulos. Se decide por tres, y no le importa si será un poco difícil maniobrar con los libros en mano. Otro joven que carga un bebé está más que contento viendo portadas y me indica cuáles ya ha leído. Quiere platicar. Quiere comentar que tal libro describe un pasaje largo, largo sobre unos botines. Quiere decir que otro lo dejó a la mitad, porque se encontró con uno que no le permitió dormir por días hasta que lo terminó. Chicos de negro y de cabello largo preguntan por Stephen King. Les muestro a Lovecraft y me dice uno de ellos que no sabe si está preparado para dar ese salto. Se lleva Relatos aterradores. Hay una constante: nos preguntan si volveremos todos los domingos.
No me doy cuenta de qué tanto tiempo ha pasado. Han tocado varios grupos de música, el mimo se ha presentado varias veces y hace rato que acabó la proyección de la película. Son casi las 10 p.m. Pienso en que la gente se alejará de la mesa de libros pronto. Luego comienzan a desinstalar el sonido, a recoger las mesas. La gente no se va. Quiere seguir viendo libros, siente curiosidad por cosas que no está acostumbrada a ver en su ciudad. Quiere arte y quiere cultura. Pienso en que nuestras acciones se replican de formas que no tenemos ni idea. Creo que Moreleando nos ha transformado en un punto profundo, a un montón de personas. Primero a todos los que participamos en él y no imaginábamos en qué podría convertirse y en qué magnitud. Y obviamente ha modificado los hábitos sabatinos de miles de personas en La Laguna. Creo que La Pabellón también puede hacerlo.
A mí me siguen diciendo que la gente no lee, que los jóvenes no leen. Quizá en parte sea cierto, porque ahora la lectura compite con la tecnología y con el entretenimiento pasivo. Hay otros que dicen que ahora se lee más que nunca, y se escribe más que nunca, porque en las redes sociales hacemos ambas cosas todo el tiempo. No me embarcaré en esa discusión, pero creo que muchas personas leerían más si tuvieran los medios a su alcance, si hubiera libros a precios accesibles, y cerca de los lugares que frecuentan, si alguien pudiera recomendarles un libro a su medida, si hubiera más programas de fomento a la lectura cerca de sus casas o de sus centros de trabajo. Quizá Matamoros no tenga pronto una librería, pero seguro tendrá libros y lectura en voz alta (y otras tantas actividades) en La Pabellón, un domingo al mes.





lunes, 9 de marzo de 2015

De escritura




El suplemento dominical La Soldadera, de El Sol de Zacatecas ha publicado unos textos míos en el marco del día de la mujer. Aquí los comparto. 

http://issuu.com/cidpublicaciones/docs/la_soldadera_18

viernes, 2 de enero de 2015

De algunas de las cosas que tomé por buenas el año pasado y de lo que resultó de ello





 


Tengo una atracción desmesurada por la manera en que titulaban antiguamente. El viajero y cronista Alexander O. Exquemelin, en su libro Piratas de la América y luz a la defensa de las costas de las Indias Occidentales (1681)(1) titula uno de sus apartados: “Descripción de la isla de la Tortuga, de sus frutos y árboles, y de qué manera poblaron allí los franceses dos veces, y fueron echados los españoles de ella, y cómo el autor de este libro fue en ella vendido en dos ocasiones”. Se trata de un título que no alude a ningún tema, sino, literal, es un resumen del contenido.
   En Ensayos(2), de Michel de Montaigne, publicado en 1580, hay otros, menos largos, pero igual de encantadores: “De cómo el alma descarga sus pasiones en objetos falsos cuando los verdaderos viénenle a faltar”, aunque a veces pueden ser simples como: “De la tristeza” u otros estupendos como: “De cómo lloramos y reímos por una misma cosa”. Esto emula García Márquez, ya en el siglo XX, con La increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y su abuela desalmada. No pondré más ejemplos porque me llevaría páginas enteras, y ahora los lectores, dicen, quieren concisión y brevedad. Y lo siento, pero a mí más bien se me da la digresión, el circunloquio y el zigzagueo, es decir, que me desvío del tema principal a la menor provocación, por eso me es tan entrañable Montaigne, y el ensayo como género. No el ensayo académico, no el literario que analiza una obra o un autor, sino el ensayo como eso, como ensayo de las ideas.
   Por dicha atracción he titulado este texto-ensayo-comoquieranllamarlo así de largo y de difuso. Y que bien podría haberse llamado “De cómo dejé mi trabajo y qué pienso de ello” o “De quien se hace llamar artista y de quien lo consigue” o “De cómo ahora disfruto de mi tiempo libre” u otro que se le ocurra a quien termine de leerlo.
   Así pues. Ya no quise trabajar en un museo. El museo no tenía la culpa, digo, nadie tenía la culpa, porque de entrada “culpa” es una palabra horrible, pero yo no tenía qué hacer ahí. Por poco me convencen de los bonos, el seguro médico, las prestaciones y el aguinaldo. Por poco me persuaden los comentarios de quienes dijeron que es el trabajo que muchos querrían tener. Y tal vez tuvieran razón, es decir, que es un buen empleo, pero no era bueno para mí porque entraba temprano y salía hasta que ya se había metido el sol, porque a veces trabajaba en fines de semana, porque no me quedaba tiempo para hacer otras cosas, porque, entre otros muchos detalles, tenía un compañero que creía ser mi jefe y nunca entendió que no lo era y, en resumen, porque es un puesto que no tiene relación con la literatura ni con los libros(3).
   Algo me parecía triste: como en otros empleos relacionados con la cultura, estaban quienes hubieran querido ser artistas. Y me he dado cuenta de que hay distintos “artistas”, quienes lo son por su labor creativa y estilo y perspectiva y luego, su trayectoria, y otros que también llegan a serlo porque son personas muy necias y aferradas que se autoconvencen de que lo son o lo serán, y que ese es su trabajo en el mundo. Están, por otra parte, los que no llegan a serlo porque titubean y demasiado les preocupa si podrán sobrevivir como “artistas”, o quizá, también, son quienes tienen la creatividad suficiente pero les resulta más cómodo tener un sueldito cada quincena en la tarjeta. Y si finalmente cada uno aceptara que será o no artista ¡pues no habría problema!, pero quienes sólo lo desean, muy en el fondo de sí, guardan mucha frustración frente a quien logra colgarse la etiqueta de “artista”, porque suelen ser quienes deben ayudar a que el trabajo artístico sea exhibido o difundido.
Lo entiendo perfectamente porque también me ha pasado; ya que me he propuesto ser sincera, contaré que, por ejemplo, muchas veces he tenido que corregir textos de quien se dice escritor, investigador, etc., que no lo son por oficio, sino porque tienen los medios económicos para figurar, y porque tienen la temeridad de autonombrarse “escritor”, “investigador”, etc. Y para mí ha sido realmente desgastante dedicar tantas horas de mi tiempo para pulir y enderezar las palabras de otros(4). Me cuesta sobre todo con quien escribe muy mal(5), porque es un trabajo agotador que requiere de horas-vista, lo que significa que quedo tan cansada de los ojos que luego no puedo leer algo que dejé pendiente en mi buró para antes de dormir.
   Este año, en la corrección de un texto (omitiré toda referencia), su autor me dijo: “Lo que haría yo si tuviera tu edad, tu formación literaria, todo lo que podría escribir. Yo comencé muy grande a escribir, pero ahora lo hago todos los días y dedico por lo menos 4 horas diarias a ello”. No olvido estas palabras porque sólo confirman algo que sé muy bien, y que se ha quedado en el plano de las cosas sabidas que no habían hasta entonces repercutido en mis decisiones. ¿Quién me dijo a mí que sólo podía editar libros?, ¿quién me dijo que mi escritura podría esperar más tiempo?, ¿quién me ha hecho creer que debo aceptar todos los trabajos de corrección por más impracticables que sean (y a veces hasta mal pagados)? Hay una pequeña (o gran) dictadora en mí misma. He sido mi propio verdugo.
   Este 2014, pues, decidí que ya no quería trabajar en algo lejano a lo mío, que quería mañanas libres en las que pudiera tomar el sol, leer, escribir o salir a desayunar, que necesitaba un trabajo en el que pudiera hacer eso y en el que estuviera contenta. Y creo que he tenido mucha suerte, porque no cualquiera puede lanzarse a la aventura de dejar su empleo a ver qué sucede. En parte porque la gente acumula deudas y no se imagina sin su depósito quincenal. Y también sé por qué, durante mucho tiempo, acepté correcciones infames; desde hace años pago mis propias cuentas y cuando estás en esa posición no puedes darte el lujo de decir que no a un trabajo: los recibos te esperan en casa. Tal vez si hubiera crecido en otras condiciones me habría propuesto escribir y tener un libro publicado desde los 20 años (como Ben Brooks, que a sus 22 tiene siete buenas novelas publicadas y me deprime sólo pensarlo), o tal vez no hubiera hecho nada porque habría sido todo muy cómodo. Pero esas son experiencias ante las que no puedo hacer nada ahora, y de alguna forma las agradezco porque aprendí a ser autosuficiente e independiente desde muy joven.
   Siguen sorprendiéndome las personas con exceso de autoconfianza que, aun cuando no saben escribir bien o no han publicado algo relevante, mandan a hacer tarjetitas de presentación en las que bajo su nombre aparece la consigna de “escritor” (por poner un ejemplo en el caso de la escritura, supongo que los hay en todas las áreas artísticas). Me sorprende porque muchas veces son personas que no escriben, pero que tienen el deseo de hacerlo, y entre si lo logran o no, se presentan como tales, como si a fuerza de repetición y de correr la voz se consiguieran un título.
   Lo que he dicho en ocasiones a mis alumnos de literatura es que sí, es importante creérselo porque es posible que estas personas, bastante tenaces y aferradas, lo logren con el tiempo, porque serán (quizá) igual de aferrados para sentarse todos los días a escribir e irán mejorando; mientras que algunos atildados con la creatividad de su lado serán absorbidos por la cotidianidad, por el trabajo, y terminarán creyendo que es la única opción en su mundo posible: ser un empleado de ocho horas diarias. El deseo, pues, se aletarga y adormece cuando el sueldo permite comprarse una casa, un coche, una pantalla gigante y hacer un viaje al año.
   Yo estuve, en diferentes ocasiones, a punto de ser absorbida por el hoyo negro del confort; y no me refiero a que ahora me guste batallar, a nadie le gusta batallar, me refiero a preferir quedarse en donde hay cierta seguridad económica sin intentar hacer lo que se quiere hacer; finalmente, la vida es una, una nada más. No quiero ofender a nadie, supongo que hay gente a la que le va muy bien vivir una rutina y tener aunque sea una seguridad en este mundo de incertidumbres. Pero a mí me estaba matando la duda.
   De tanto en tanto vuelvo a un libro que leí hace años: Utopía, de Tomás Moro. He vuelto a él porque desde entonces me maravilló la forma en que se describe el trabajo en aquella isla que no ha tenido lugar. Todos los ciudadanos aprenden agricultura y tienen derecho a elegir otros oficios, según sus gustos y habilidades y las necesidades colectivas. La jornada laboral es de seis horas, que son las suficientes para proveer a la comunidad de lo indispensable. De las horas que les restan del día, ocho son para dormir y las demás son libres aunque propicias para realizar actividades que desarrollen la creatividad y la inteligencia, como las artes y la ciencias.
   ¿Cuántas horas de terapia nos ahorraríamos si tuviéramos tiempo de ocio?, ¿cuánto estrés se aliviaría si tuviéramos como derecho tomar clases de literatura, música, pintura, escultura, danza, e incluso otras actividades que a menudo asociamos con la jubilación: tai chi, tejido, cocina, ajedrez?, ¿cuánto bien haría a la gente salir a caminar un rato por las mañanas? No lo sé, pero a mí el tiempo de ocio me está cayendo de lujo. Mi cuello se contractura menos, mi estómago dejó de sufrir tanto, los dolores de cabeza van siendo más esporádicos y he vuelto a dormir. Deseo lo indispensable, y lo que me hace sonreír últimamente guarda poca relación con la lógica esclavizante del dinero.
   Ojalá que mañana no me digan que padezco una enfermedad terminal y entonces tenga que retractarme de lo aquí escrito y arrepentirme de haber rechazado el seguro de gastos médicos. De todos modos, siempre queda el suicidio como opción, aunque en caso de enfermedad terminal se llama eutanasia; entonces anhelaré que pronto en México sea legal.

1 Exquemelín, Alexander O., Piratas de la América, Edición y prólogo de Manuel Sol, CONACULTA, 2012
2 Montaigne, Michel de, Ensayos I, Edición de Dolores Picazo y Almudena Montojo, REI, 1993
3 A excepción de lo que pude escribir en el blog del museo (www.museoarocena.com/blog), y que hubiera podido hacer todo el tiempo, por ejemplo, si alguien no quería escribir su nota yo habría podido escribir notas anónimas.
4 No se piense que sólo he corregido textos como los que describo. Acepto con gusto un oficio que he aprendido a querer, y sobre todo, acepto editar libros en los que se me permite meter mi cuchara para que queden mejor, acepto también los de contenido disfrutable y, por supuesto, los que pagan decentemente.
5 Más de uno se estará preguntando a quién me refiero, pues he editado los textos de un gran número de autores locales en distintos proyectos, pero no es personal. Si supieran que en mis tiempos más austeros redacté, con ayuda de otra persona, hasta una tesis de maestría en Derecho. Lo cual es una aberración por el hecho de que alguien más se tituló con esa tesis, pero llega a enorgullecerme en algún sentido porque nunca tomé una sola clase de derecho.



 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Tomás ha muerto


 
Tomás ha muerto. Es por eso que pretendo ahora contar parte de su historia, de su historia conmigo.
Me has preguntado que cómo lo conocí, qué cómo lo traje a vivir a mi casa, y todo lo que tú sabes, aunque lo que conoces y has visto ha sido una historia desordenada a la que has hecho juicios, a mi ver, injustificados, pues nunca sentiste simpatía por él. Tendría que explicarte cómo fueron sucediendo las cosas entre él y yo para que quizá puedas comprender lo que realmente sucedió. Sí, explicarte de otra forma a la que ya sabes.
No recuerdo bien dónde y cuándo lo conocí, es decir, tal vez entre mis recuerdos se encuentran aromas y colores, pero no nombres ni fechas. Sé de cierto, que nos cruzamos de frente en una calle; yo entonces iba sumergida en unos pensamientos frágiles, de esos que van saltando de un borde a otro, cuidándose del precipicio que hay en medio, y justo cuando uno de mis pensamientos intentaba saltar sobre otro me topé con su mirada. Debo admitir que me tomó por sorpresa, tanto que perdí la concentración que ya había ganado después de caminar y caminar durante un rato. Sin embargo, el cruce de miradas duró un par de segundos y seguí de largo.
No recuerdo cuánto más había caminado cuando advertí que me seguía; sus pasos no se habían escuchado detrás de mí, pero él pasó por un camino de yerba seca que yo esquivé y fue cuando escuché un pequeño crujir. No volteé, pero estaba segura que él se había dado cuenta de que yo sabía que iba siguiéndome. No sentí miedo, eso lo recuerdo bien, dejé que continuara como si fuera un juego entre ambos. Aunque ahora que lo pienso, no podría asegurar del todo si en el fondo un poco de miedo se coló en mí, y terminó por mezclarse con curiosidad. 
Caminé hacia mi casa. Frente a la puerta me detuve a buscar la llave y entonces escuché por primera vez su voz, un murmullo que no entendí. Paralizada esperé. Se acercó despacio hasta quedar de frente y yo le lancé una de mis miradas más profundas, él inclinó un poco su cabeza hacia la derecha y me sostuvo la vista también, como entendiendo que a partir de ahí el resto se trataría de comprendernos en silencio.
Sí, lo dejé entrar, y ya sé que me dirás que fue precipitado, que suelo actuar así, que a veces no pienso, pero la verdad es que fue una intuición, una percepción inmediata. Me dirás, también, y casi puedo escucharte, que pude haber actuado de esa manera porque entonces me sentía sola, pero no, yo ya te he hablado de que la gente confunde tristeza y soledad con melancolía.
Lo dejé entrar, le invité algo de beber y después estuvimos sentados en la sala. Le hice saber desde entonces que esa sería su casa también. Él parecía a gusto. Había entre los dos un silencio confortable. Esa noche Tomás se quedó en mi casa, ¿qué cómo sucedió? No lo sé, y temo dar una respuesta que dé una idea equivocada, sólo me sentí muy a gusto con su presencia.
Sé que los detalles te aburren, pero recuerdo que salíamos al jardín (¿en realidad debo decir que yo salía al jardín y él siempre iba con pasos silenciosos detrás de mí?) y como parte de mi ritual cotidiano de cada tercer día, abría la llave y me quedaba viendo unos segundos cómo llegaba el agua hasta la punta de la manguera y cómo la tierra suelta comenzaba a oscurecerse, cómo el agua iba haciendo pequeños canales buscando expandirse y era hasta que el olor a tierra mojada invadía el jardín que yo me sentaba en una cómoda silla playera para leer. Tomás se quedaba viendo el agua, aun después de que yo ya estaba leyendo, pero sin mojarse, sin acercarse demasiado. Observaba fijamente el correr del agua entre el pasto y las plantas, solía distraerse fácilmente con un bicho o seguir con la mirada a los mosquitos y después caminar hacia mí y acomodarse en una silla idéntica, contigua a la mía, luego dormitaba un rato sentado, no volvía a abrir los ojos hasta que yo me levantaba a mover la manguera o a cerrarla, y entraba a la casa del mismo modo que habíamos salido.
            Me acostumbré demasiado a él, a su silenciosa compañía, porque entonces yo podía hablar y hablar y tener la impresión de que hablaba con alguien aunque supiera que él sólo escuchaba. Incluso podía llegar a asimilar que él ni siquiera me estaba escuchando, pero fue quien desencadenó que cada vez hablara y me contestara yo misma, que hiciera una recuento de historias del pasado y que en cada recuento acomodara sutilmente las palabras como acomodar latas en la alacena, tal y como quería que se fueran fijando en mis recuerdos. Así, como te hablo a ti ahora.
            No siempre se quedaba conmigo. Algunas veces tardaba varios días en regresar. Y yo, la verdad, le dejaba la puerta de la cocina abierta, por si volvía. Cuando regresaba no le pedía explicaciones, lo abrazaba cálidamente y le hacía saber que esa seguía siendo su casa. Y sí, has de pensar que qué loca y que sola estaba. Sí lo estaba, sí lo estoy, porque además, si quieres que te cuente de nuevo ese episodio, si quieres que vuelva a narrarlo buscando las palabras exactas, o no, buscando las palabras más adecuadas, las que se vayan acomodando mejor cada vez, te digo que una ocasión volvió en la madrugada, todo golpeado. No se quejaba, no le pregunté quién ni cómo. Salí de inmediato a buscar medicamentos y alicientes para sus golpes y regresé a curarlo. Estuvo varios días en cama, casi no comía. Yo aproveché para quedarme junto a él, para contarle otras historias, unas vividas, otras inventadas. Él como siempre, me veía, me proporcionaba una quietud que no se puede comparar con nada.
Pensé que se aliviaría, y así fue. Comenzó a comer un poco. Regresó su buen humor y sus miradas tiernas. Todavía salimos al parque unas cuantas ocasiones más, como aquella primera vez, yo fingiendo que él no iba, él haciendo unas pausas detrás de mí, sin alcanzarme totalmente, pero sabiendo que andaba detrás.
Luego llegó ese día. No apareció en la mañana, ni en la tarde, ni los siguientes dos días. Pero esta vez sabía, lo sabía. Salí a buscarlo. Nunca antes lo había hecho. Recorrí calles, le gritaba. La gente lanzaba esa mirada a la que ya me he acostumbrado, desde que éramos chicas, recuerdas, cuando mi madre me decía que dejara de hablar sola, pero yo te veía y tú me sonreías y me decías con que no dijera nada, que ellos no entendían.
Lo encontré en un callejón, en el suelo, sin movimiento. Yo lo sabía, esperé a que anocheciera, lo cargué hasta la casa. Y luego tú me acompañaste a enterrarlo en el jardín. No lloré, yo ya no lloro desde hace mucho. Pero sigo dejando abierta la puerta de la cocina. 

domingo, 23 de noviembre de 2014

Duermes más cuando estás triste...


Llueve. Detrás de la ventana no. Detrás es otro tipo de lluvia. Brota de unos cuencos de algo que llaman cara.
Llueve afuera. Llueve adentro.

Ella recuerda una noche en la que primero no llovía.

Alguien llamó al teléfono. Ese amor, mantenido hasta entonces como un eco a la distancia. Una voz. Una pregunta.

Ella sale a la calle.

Él se impacienta, se levanta de la cama y la sigue; ha notado su inquietud.

Ella balbucea, un sí, un no, un estoy bien, pero…

El que se ha levantado de la cama pregunta quién llama.

Ella camina sin responder y sin colgar. La voz advierte el peligro. Silencio en el auricular. Ella vuelve sus pasos más largos. Quiere mantener la voz…o el silencio. La respiración a distancia también es lenguaje.

Él la alcanza. La observa con una mirada desconocida.

Ella se despide. No sólo por el auricular, también de quien tiene enfrente. Ha llegado el momento de confesar sin palabras. De narrar el último viaje con un silencio largo. Un amor. Una voz. Un placer que no puede nombrarse, que cala porque es ausencia.

Él la agita de los hombros. Necesita que hable.

No hablará. Esa historia es lo único que le pertenece.

Él le pide que vuelvan a casa. Ella mueve la cabeza con una negativa. Debe caminar. Comienza a llover. Una lluvia menudita que parece que no moja. Ella vuelve a andar. Ahora a pasos cortos.

Él la sigue sin hablar. En ese momento las palabras no tienen resonancia.

Luego de un rato él se desespera. Quisiera golpearla. Se contiene. Ella parece notarlo y retoma el rumbo a casa.

Al llegar, ella toma una almohada y se tira en el sofá. Se acerca una sábana. No se cambia de ropa. Tiene frío.

Ambos están mojados.

Él no podrá dormir. De ahora en adelante no podrá dormir.

Muy pronto ella entra en un sueño profundo, donde una voz a lo lejos la espera. Una mirada quieta la tranquiliza.

Pero él sigue sin dormir, y no permitirá que ella duerma en paz. Prende la luz. Jala la sábana que la cobija.

Ella despierta, vuelve a taparse y se cubre la cara.

Él apaga la luz. Enciende nuevamente. Jala la sábana, la toma en los brazos, la levanta a la fuerza. Ella intenta despabilarse del sueño. Él le suelta un golpe que la empuja hacia el sofá.

No dice nada. Ninguno dice nada. Él murmura “puta” por lo bajo.

Ella sonríe mientras se soba la mejilla que pronto se hinchará. Ella murmura o imagina que murmura “no soy puta, y lo sabes, pero tú has sido un hijodeputa, y lo sabes”.

Él parece adivinarlo; se enciende y levanta la mano, con un coraje que cada vez es menos contenible. Ella lo mira a los ojos y gira un poco el rostro para que le pegue en la otra mejilla.

Él llora. Ella lo llama cobarde.

Él llora más fuerte, como un niño.

Ella le regresa el golpe. Le dice o cree decirle: “no diré ‘lo siento’, no tengo por qué, tú lo has hecho otras veces, porque sí, en secreto”.

Él apaga y prende la luz. Apaga y prende la luz. Como en una regresión a su infancia. Llora.


Ahora que llueve allá afuera, años después, ella recuerda la noche en que todo acabó y en que todo comenzó. No debe arrepentirse de nada, sólo los cobardes se arrepienten. Esa noche, entre sueños murmura un adiós no dicho, y sabe que duerme más cuando se encuentra triste.