lunes, 11 de mayo de 2015


Nueva colaboración en el suplemento cultural La soldadera, de El sol de Zacatecas.
Relato Fijación por los calcetines
 
La Soldadera 25



sábado, 14 de marzo de 2015

Un domingo al mes. Crónica de una librería ambulante




Ruth Castro

Es domingo 1 de marzo. Un día cálido, pero de esos en que todavía sales con un suéter “por si acaso”. Edgar y su sobrino Jonathan pasan por mí a las 5:30 p.m. para ir a Matamoros, Coahuila; una pequeña ciudad de La Comarca Lagunera aledaña a Torreón. Subimos las cajas a la camioneta y nos vamos. Son 20 minutos de camino, más los que tardamos en localizar la plaza principal.
En el breve viaje pienso en mi gran habilidad para comprometerme en empresas del tipo “picar piedra”. Tal vez no vendamos nada, tal vez a nadie le importe una lectura en voz alta, y además es domingo, mi único día de “descanso”, y en el que paradójicamente hago todo los pendientes caseros que se acumulan en la semana.
Le hablamos por teléfono a Sergio porque estamos perdidos. Él ha sido el de la ocurrencia. Después de que participara como cuentacuentos clown en la mayoría de las ediciones de Moreleando en Torreón, ha pensado en hacer algo similar, por pequeño que sea, en su pueblo. Decir “pueblo” es eso, un decir, porque Matamoros tiene más de 100 mil habitantes. Sergio aparece corriendo, se sube a la camioneta y nos indica por dónde ir. Es muy cerca de ahí, pero hay que dar un largo rodeo porque han cerrado una calle: la Pabellón.  
Cuando llegamos ya están instalados dos foros, uno para música y otro pequeño en el que leeremos en voz alta y más tarde se pondrá una película de Miyasaki. Instalamos nuestra mesita con libros debajo de un árbol enorme. La gente comienza a acercarse.
La Pabellón es una de las cuatro calles que bordean la plaza, y el domingo es el día de paseo familiar, de buscar un elote, una hamburguesa, una nieve. Señoras, niños y jóvenes empiezan a ver los libros de nuestra mesa. En la otra cuadra se escucha una bandita de rock que prueba el sonido. A la vuelta los Cachivaches preparan su presentación y anuncian la primera llamada.
No he comido, así que dejo a Edgar y a su sobrino con la gente que husmea los libros y me alejo en busca de alimento. Entre las calles, los puestos de tacos se alistan; apenas están prendiendo el carbón o instalando mesas y limpiando. No encuentro un solo puesto que ya tenga comida lista. Más adelante entro a una fonda y pido una hamburguesa, unas papas y una Coca. Normalmente no comería eso, pero es domingo, ya son más de las 6:00 p.m., y el día de hoy mi hambre no distingue entre grasoso y saludable. La señora que atiende me dice que no vende refrescos desechables, que si quiero en envase de vidrio. Le pregunto si debo pagar importe y ella me observa de manera extraña. Me dice que es simple, que se lo devuelva cuando termine.
Aparezco nuevamente en el stand de libros, con una sonrisa y una Coca en envase de vidrio: digan lo que digan saben mejor que las de lata o envase plástico. Esta ciudad comienza a gustarme. A nuestro puesto libresco se ha acercado más gente. Parece que tuviéramos una nueva receta de conchitas preparadas. Jóvenes preguntan por libros, señoras buscan alguno para sus niños también.


Hace un viento cálido y se ha metido por fin el sol. El árbol que nos dio sombra un ratito ahora oscurece demasiado el espacio. A unos metros de nosotros está un arbotante apagado; esperamos a que lo prendan y nos movemos hacia él.
Lo que está sucediendo parece una danza callejera: adolescentes tocan surf en uno de los foros, un mimo reúne a un público expectante, una estatua viviente se presenta como un hombre que levita, la caricatura japonesa inicia en una gran pantalla, y muchos de los libros que trajimos se alejan en los brazos de la gente.



Le pregunto a Sergio si hay librerías en Matamoros. Ni una sola. Una gran parte de la población viaja todos los días a Torreón o a Gómez Palacio porque allá estudian o trabajan. Si necesitan o desean comprarse un libro no pueden adquirirlo en su ciudad.
Sergio Ayup Rodríguez anda de un lado para otro revisando que todas las actividades se realicen sin percances. Lo acompaña también el joven director de cultura municipal, que lo ha apoyado en el proyecto. He olvidado lo que pensaba camino acá. Ver a la gente entusiasmada por lo que sucede en la calle ha valido la vuelta. Un chico aparca su bicicleta y está como poseído viendo títulos. Se decide por tres, y no le importa si será un poco difícil maniobrar con los libros en mano. Otro joven que carga un bebé está más que contento viendo portadas y me indica cuáles ya ha leído. Quiere platicar. Quiere comentar que tal libro describe un pasaje largo, largo sobre unos botines. Quiere decir que otro lo dejó a la mitad, porque se encontró con uno que no le permitió dormir por días hasta que lo terminó. Chicos de negro y de cabello largo preguntan por Stephen King. Les muestro a Lovecraft y me dice uno de ellos que no sabe si está preparado para dar ese salto. Se lleva Relatos aterradores. Hay una constante: nos preguntan si volveremos todos los domingos.
No me doy cuenta de qué tanto tiempo ha pasado. Han tocado varios grupos de música, el mimo se ha presentado varias veces y hace rato que acabó la proyección de la película. Son casi las 10 p.m. Pienso en que la gente se alejará de la mesa de libros pronto. Luego comienzan a desinstalar el sonido, a recoger las mesas. La gente no se va. Quiere seguir viendo libros, siente curiosidad por cosas que no está acostumbrada a ver en su ciudad. Quiere arte y quiere cultura. Pienso en que nuestras acciones se replican de formas que no tenemos ni idea. Creo que Moreleando nos ha transformado en un punto profundo, a un montón de personas. Primero a todos los que participamos en él y no imaginábamos en qué podría convertirse y en qué magnitud. Y obviamente ha modificado los hábitos sabatinos de miles de personas en La Laguna. Creo que La Pabellón también puede hacerlo.
A mí me siguen diciendo que la gente no lee, que los jóvenes no leen. Quizá en parte sea cierto, porque ahora la lectura compite con la tecnología y con el entretenimiento pasivo. Hay otros que dicen que ahora se lee más que nunca, y se escribe más que nunca, porque en las redes sociales hacemos ambas cosas todo el tiempo. No me embarcaré en esa discusión, pero creo que muchas personas leerían más si tuvieran los medios a su alcance, si hubiera libros a precios accesibles, y cerca de los lugares que frecuentan, si alguien pudiera recomendarles un libro a su medida, si hubiera más programas de fomento a la lectura cerca de sus casas o de sus centros de trabajo. Quizá Matamoros no tenga pronto una librería, pero seguro tendrá libros y lectura en voz alta (y otras tantas actividades) en La Pabellón, un domingo al mes.





lunes, 9 de marzo de 2015

De escritura




El suplemento dominical La Soldadera, de El Sol de Zacatecas ha publicado unos textos míos en el marco del día de la mujer. Aquí los comparto. 

http://issuu.com/cidpublicaciones/docs/la_soldadera_18

viernes, 2 de enero de 2015

De algunas de las cosas que tomé por buenas el año pasado y de lo que resultó de ello





 


Tengo una atracción desmesurada por la manera en que titulaban antiguamente. El viajero y cronista Alexander O. Exquemelin, en su libro Piratas de la América y luz a la defensa de las costas de las Indias Occidentales (1681)(1) titula uno de sus apartados: “Descripción de la isla de la Tortuga, de sus frutos y árboles, y de qué manera poblaron allí los franceses dos veces, y fueron echados los españoles de ella, y cómo el autor de este libro fue en ella vendido en dos ocasiones”. Se trata de un título que no alude a ningún tema, sino, literal, es un resumen del contenido.
   En Ensayos(2), de Michel de Montaigne, publicado en 1580, hay otros, menos largos, pero igual de encantadores: “De cómo el alma descarga sus pasiones en objetos falsos cuando los verdaderos viénenle a faltar”, aunque a veces pueden ser simples como: “De la tristeza” u otros estupendos como: “De cómo lloramos y reímos por una misma cosa”. Esto emula García Márquez, ya en el siglo XX, con La increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y su abuela desalmada. No pondré más ejemplos porque me llevaría páginas enteras, y ahora los lectores, dicen, quieren concisión y brevedad. Y lo siento, pero a mí más bien se me da la digresión, el circunloquio y el zigzagueo, es decir, que me desvío del tema principal a la menor provocación, por eso me es tan entrañable Montaigne, y el ensayo como género. No el ensayo académico, no el literario que analiza una obra o un autor, sino el ensayo como eso, como ensayo de las ideas.
   Por dicha atracción he titulado este texto-ensayo-comoquieranllamarlo así de largo y de difuso. Y que bien podría haberse llamado “De cómo dejé mi trabajo y qué pienso de ello” o “De quien se hace llamar artista y de quien lo consigue” o “De cómo ahora disfruto de mi tiempo libre” u otro que se le ocurra a quien termine de leerlo.
   Así pues. Ya no quise trabajar en un museo. El museo no tenía la culpa, digo, nadie tenía la culpa, porque de entrada “culpa” es una palabra horrible, pero yo no tenía qué hacer ahí. Por poco me convencen de los bonos, el seguro médico, las prestaciones y el aguinaldo. Por poco me persuaden los comentarios de quienes dijeron que es el trabajo que muchos querrían tener. Y tal vez tuvieran razón, es decir, que es un buen empleo, pero no era bueno para mí porque entraba temprano y salía hasta que ya se había metido el sol, porque a veces trabajaba en fines de semana, porque no me quedaba tiempo para hacer otras cosas, porque, entre otros muchos detalles, tenía un compañero que creía ser mi jefe y nunca entendió que no lo era y, en resumen, porque es un puesto que no tiene relación con la literatura ni con los libros(3).
   Algo me parecía triste: como en otros empleos relacionados con la cultura, estaban quienes hubieran querido ser artistas. Y me he dado cuenta de que hay distintos “artistas”, quienes lo son por su labor creativa y estilo y perspectiva y luego, su trayectoria, y otros que también llegan a serlo porque son personas muy necias y aferradas que se autoconvencen de que lo son o lo serán, y que ese es su trabajo en el mundo. Están, por otra parte, los que no llegan a serlo porque titubean y demasiado les preocupa si podrán sobrevivir como “artistas”, o quizá, también, son quienes tienen la creatividad suficiente pero les resulta más cómodo tener un sueldito cada quincena en la tarjeta. Y si finalmente cada uno aceptara que será o no artista ¡pues no habría problema!, pero quienes sólo lo desean, muy en el fondo de sí, guardan mucha frustración frente a quien logra colgarse la etiqueta de “artista”, porque suelen ser quienes deben ayudar a que el trabajo artístico sea exhibido o difundido.
Lo entiendo perfectamente porque también me ha pasado; ya que me he propuesto ser sincera, contaré que, por ejemplo, muchas veces he tenido que corregir textos de quien se dice escritor, investigador, etc., que no lo son por oficio, sino porque tienen los medios económicos para figurar, y porque tienen la temeridad de autonombrarse “escritor”, “investigador”, etc. Y para mí ha sido realmente desgastante dedicar tantas horas de mi tiempo para pulir y enderezar las palabras de otros(4). Me cuesta sobre todo con quien escribe muy mal(5), porque es un trabajo agotador que requiere de horas-vista, lo que significa que quedo tan cansada de los ojos que luego no puedo leer algo que dejé pendiente en mi buró para antes de dormir.
   Este año, en la corrección de un texto (omitiré toda referencia), su autor me dijo: “Lo que haría yo si tuviera tu edad, tu formación literaria, todo lo que podría escribir. Yo comencé muy grande a escribir, pero ahora lo hago todos los días y dedico por lo menos 4 horas diarias a ello”. No olvido estas palabras porque sólo confirman algo que sé muy bien, y que se ha quedado en el plano de las cosas sabidas que no habían hasta entonces repercutido en mis decisiones. ¿Quién me dijo a mí que sólo podía editar libros?, ¿quién me dijo que mi escritura podría esperar más tiempo?, ¿quién me ha hecho creer que debo aceptar todos los trabajos de corrección por más impracticables que sean (y a veces hasta mal pagados)? Hay una pequeña (o gran) dictadora en mí misma. He sido mi propio verdugo.
   Este 2014, pues, decidí que ya no quería trabajar en algo lejano a lo mío, que quería mañanas libres en las que pudiera tomar el sol, leer, escribir o salir a desayunar, que necesitaba un trabajo en el que pudiera hacer eso y en el que estuviera contenta. Y creo que he tenido mucha suerte, porque no cualquiera puede lanzarse a la aventura de dejar su empleo a ver qué sucede. En parte porque la gente acumula deudas y no se imagina sin su depósito quincenal. Y también sé por qué, durante mucho tiempo, acepté correcciones infames; desde hace años pago mis propias cuentas y cuando estás en esa posición no puedes darte el lujo de decir que no a un trabajo: los recibos te esperan en casa. Tal vez si hubiera crecido en otras condiciones me habría propuesto escribir y tener un libro publicado desde los 20 años (como Ben Brooks, que a sus 22 tiene siete buenas novelas publicadas y me deprime sólo pensarlo), o tal vez no hubiera hecho nada porque habría sido todo muy cómodo. Pero esas son experiencias ante las que no puedo hacer nada ahora, y de alguna forma las agradezco porque aprendí a ser autosuficiente e independiente desde muy joven.
   Siguen sorprendiéndome las personas con exceso de autoconfianza que, aun cuando no saben escribir bien o no han publicado algo relevante, mandan a hacer tarjetitas de presentación en las que bajo su nombre aparece la consigna de “escritor” (por poner un ejemplo en el caso de la escritura, supongo que los hay en todas las áreas artísticas). Me sorprende porque muchas veces son personas que no escriben, pero que tienen el deseo de hacerlo, y entre si lo logran o no, se presentan como tales, como si a fuerza de repetición y de correr la voz se consiguieran un título.
   Lo que he dicho en ocasiones a mis alumnos de literatura es que sí, es importante creérselo porque es posible que estas personas, bastante tenaces y aferradas, lo logren con el tiempo, porque serán (quizá) igual de aferrados para sentarse todos los días a escribir e irán mejorando; mientras que algunos atildados con la creatividad de su lado serán absorbidos por la cotidianidad, por el trabajo, y terminarán creyendo que es la única opción en su mundo posible: ser un empleado de ocho horas diarias. El deseo, pues, se aletarga y adormece cuando el sueldo permite comprarse una casa, un coche, una pantalla gigante y hacer un viaje al año.
   Yo estuve, en diferentes ocasiones, a punto de ser absorbida por el hoyo negro del confort; y no me refiero a que ahora me guste batallar, a nadie le gusta batallar, me refiero a preferir quedarse en donde hay cierta seguridad económica sin intentar hacer lo que se quiere hacer; finalmente, la vida es una, una nada más. No quiero ofender a nadie, supongo que hay gente a la que le va muy bien vivir una rutina y tener aunque sea una seguridad en este mundo de incertidumbres. Pero a mí me estaba matando la duda.
   De tanto en tanto vuelvo a un libro que leí hace años: Utopía, de Tomás Moro. He vuelto a él porque desde entonces me maravilló la forma en que se describe el trabajo en aquella isla que no ha tenido lugar. Todos los ciudadanos aprenden agricultura y tienen derecho a elegir otros oficios, según sus gustos y habilidades y las necesidades colectivas. La jornada laboral es de seis horas, que son las suficientes para proveer a la comunidad de lo indispensable. De las horas que les restan del día, ocho son para dormir y las demás son libres aunque propicias para realizar actividades que desarrollen la creatividad y la inteligencia, como las artes y la ciencias.
   ¿Cuántas horas de terapia nos ahorraríamos si tuviéramos tiempo de ocio?, ¿cuánto estrés se aliviaría si tuviéramos como derecho tomar clases de literatura, música, pintura, escultura, danza, e incluso otras actividades que a menudo asociamos con la jubilación: tai chi, tejido, cocina, ajedrez?, ¿cuánto bien haría a la gente salir a caminar un rato por las mañanas? No lo sé, pero a mí el tiempo de ocio me está cayendo de lujo. Mi cuello se contractura menos, mi estómago dejó de sufrir tanto, los dolores de cabeza van siendo más esporádicos y he vuelto a dormir. Deseo lo indispensable, y lo que me hace sonreír últimamente guarda poca relación con la lógica esclavizante del dinero.
   Ojalá que mañana no me digan que padezco una enfermedad terminal y entonces tenga que retractarme de lo aquí escrito y arrepentirme de haber rechazado el seguro de gastos médicos. De todos modos, siempre queda el suicidio como opción, aunque en caso de enfermedad terminal se llama eutanasia; entonces anhelaré que pronto en México sea legal.

1 Exquemelín, Alexander O., Piratas de la América, Edición y prólogo de Manuel Sol, CONACULTA, 2012
2 Montaigne, Michel de, Ensayos I, Edición de Dolores Picazo y Almudena Montojo, REI, 1993
3 A excepción de lo que pude escribir en el blog del museo (www.museoarocena.com/blog), y que hubiera podido hacer todo el tiempo, por ejemplo, si alguien no quería escribir su nota yo habría podido escribir notas anónimas.
4 No se piense que sólo he corregido textos como los que describo. Acepto con gusto un oficio que he aprendido a querer, y sobre todo, acepto editar libros en los que se me permite meter mi cuchara para que queden mejor, acepto también los de contenido disfrutable y, por supuesto, los que pagan decentemente.
5 Más de uno se estará preguntando a quién me refiero, pues he editado los textos de un gran número de autores locales en distintos proyectos, pero no es personal. Si supieran que en mis tiempos más austeros redacté, con ayuda de otra persona, hasta una tesis de maestría en Derecho. Lo cual es una aberración por el hecho de que alguien más se tituló con esa tesis, pero llega a enorgullecerme en algún sentido porque nunca tomé una sola clase de derecho.