lunes, 5 de mayo de 2014

Una cosa lleva a la otra (relato)


Un relato de Romina Inzunza, que a veces es yo, y a veces es otra.







Llora todo el día. No puedo callarlo. Me desespera. Hay veces que quisiera apagar su llanto como sea, que deje de lloriquear y decir: “mamá teta”, “mamá pipi”. Si no fuera por él no estaría aquí. No sé dónde estaría, pero no aquí. Nunca fui buena para la escuela, jamás quería despertarme. Tenían que gritar muy fuerte o arrebatarme la sábana y amenazarme. Pero como en mi casa nadie estudió tampoco me exigieron tanto. Ya de grande, tampoco me gustó trabajar. Salir tan temprano y esperar un camión lleno de gente, lleno de otras miradas resentidas. Coser todo el día hasta sentir que la espalda se me desgarraba de estar doblada. Aguantar la música tan alta, disque porque te mantiene despierto y de buen humor y eso es bueno en la producción. Aguantar los pleitos, las miradas, los chismes. Regresar al anochecer sólo para ver un rato la tele y dormir. Nunca me gustó, nunca alcanzaba para nada, pero además cerraron la fábrica y fue cuando lo conocí.
Una cosa lleva a la otra.
Al principio parecía que me quería y de vez en cuando salíamos a la alameda y paseábamos. Pero luego le llamaban por teléfono y decía que tenía trabajo y se desaparecía por días. Cuando supe que estaba embarazada me trajo aquí, a vivir con él. Pensé que sería mejor que aguantar a mis padres o buscar otro trabajo igual. El embarazo fue un infierno y lo que vino después fue peor que eso. Un hombre de mal humor todo el tiempo, y un bebé que lo único que sabe es llorar.
Dice que es hora y debo subirme al carro. Llevo conmigo al niño, yo preferiría que no fuera, pero también es una ayuda. Pasamos por el otro, el que siempre lo acompaña, el que hace el trabajo sucio. Nos estacionamos, esta vez es en la zona industrial. Es de noche y los arbotantes no sirven; eso hace todo más fácil. Comienza a salir la gente de su trabajo. Ellos ya han venido por varios días a observar, ya saben a quién le toca. Me hacen una señal y debo estar atenta. Él se baja del coche, abre la cajuela. Finge que se ha descompuesto, y se mantiene encorvado, como buscando la falla. Yo debo bajar del coche con el niño y hacer como que espero a que mi marido arregle la avería. El otro espera dentro del coche.
Una mujer se acerca hacia nosotros. Su automóvil está a unos metros del nuestro. Primero nos ve inquieta. Con un ligero movimiento aprieta su bolsa contra ella y hace ruido con las llaves que lleva en la mano. Son tiempos de mucha inseguridad. Pero cuando el bebé comienza a llorar y yo hago como que intento consolarlo ella se calma. Entiende que somos una familia, con un niño pequeño y que sufrimos de una descompostura accidental.
Está oscureciendo.
Exactamente cuando ella pasa junto a mí, y cruza conmigo una mirada, el otro sale del coche con un arma y la toma del brazo. La pistola toca su espalda y él le hace un gesto con el dedo en la boca; será menos violento si no grita. Mi marido deja de hacerle al mecánico y ayuda al otro a quitarle a la chica la bolsa y las llaves. Luego la acompañan a su carro, le dicen que entre, se aseguran que en la bolsa esté su celular y le dicen que debe esperar ahí.
Mientras tanto yo he acomodado al niño en el asiento del copiloto y he encendido el carro. Ellos avientan la llaves hacia un lote baldío y corren hacia mí. En unos cuantos segundos hemos salido del lugar, y ella se ha quedado paralizada dentro de su coche sin hacer nada.
El niño sigue llorando. La mayor parte del tiempo llora.
A toda velocidad nos alejamos. Vacían el bolso, lanzan el chip del celular por una de las ventanillas.
Yo he dejado de pensar en ellas, en si se asustan, si se quedan sin quincena, pues por lo menos tienen trabajo y ya se recuperarán. ¿Pero yo cómo me recupero?, ¿recuperarme de qué?, ¿de tener un hijo que no deja de llorar y un cabrón que lo único que sabe hacer bien es quitarle a los demás? Al principio me daba mucho coraje que me usaran de anzuelo, si un día nos agarran nos llevan a todos y lo primero que harían sería quitarme al bebé. Y no sé, a veces pienso que podría ser lo mejor, una forma de dejar de hacer esto, dejar de tener tanto miedo y tanto coraje, y también descansaría del niño, de sus chillidos. Quién sabe, con suerte le tocaría otra familia, una opción menos jodida.
Pero también pienso en la cárcel de mujeres. No es el mejor sitio para ir a descansar. Y de que me jodan desconocidas a que me joda quien se hace llamar mi marido pues mejor él, aunque esto es un decir. No sé, otras veces pienso que la única salida es asfixiarlos mientras duermen o darles algo en la comida. A él, y al bebé que es igual que él, que me agota con su llanto todo el tiempo, que siempre quiere algo de mí. Podría huir, no sé a dónde, pero podría huir e inventarme otro nombre, en otra ciudad.
Pero esta vez no. Esta vez todo ha salido bien, y él está de buen humor, y hasta ha comprado comida para la cena y cosas para el niño. Ha comenzado a beber con el otro, y los dos están frente a la tele y hasta planean ir el domingo al estadio. Y yo ya no sueño con nada, ya no creo en nada. Y a mí con que no me estén chingando es suficiente.

Pubicado en: La grieta del desierto, núm. 10, mayo 2014, Comarca Lagunera
http://grietadeldesierto.wordpress.com/2014/05/04/una-cosa-lleva-a-la-otra/