miércoles, 10 de diciembre de 2014

Tomás ha muerto


 
Tomás ha muerto. Es por eso que pretendo ahora contar parte de su historia, de su historia conmigo.
Me has preguntado que cómo lo conocí, qué cómo lo traje a vivir a mi casa, y todo lo que tú sabes, aunque lo que conoces y has visto ha sido una historia desordenada a la que has hecho juicios, a mi ver, injustificados, pues nunca sentiste simpatía por él. Tendría que explicarte cómo fueron sucediendo las cosas entre él y yo para que quizá puedas comprender lo que realmente sucedió. Sí, explicarte de otra forma a la que ya sabes.
No recuerdo bien dónde y cuándo lo conocí, es decir, tal vez entre mis recuerdos se encuentran aromas y colores, pero no nombres ni fechas. Sé de cierto, que nos cruzamos de frente en una calle; yo entonces iba sumergida en unos pensamientos frágiles, de esos que van saltando de un borde a otro, cuidándose del precipicio que hay en medio, y justo cuando uno de mis pensamientos intentaba saltar sobre otro me topé con su mirada. Debo admitir que me tomó por sorpresa, tanto que perdí la concentración que ya había ganado después de caminar y caminar durante un rato. Sin embargo, el cruce de miradas duró un par de segundos y seguí de largo.
No recuerdo cuánto más había caminado cuando advertí que me seguía; sus pasos no se habían escuchado detrás de mí, pero él pasó por un camino de yerba seca que yo esquivé y fue cuando escuché un pequeño crujir. No volteé, pero estaba segura que él se había dado cuenta de que yo sabía que iba siguiéndome. No sentí miedo, eso lo recuerdo bien, dejé que continuara como si fuera un juego entre ambos. Aunque ahora que lo pienso, no podría asegurar del todo si en el fondo un poco de miedo se coló en mí, y terminó por mezclarse con curiosidad. 
Caminé hacia mi casa. Frente a la puerta me detuve a buscar la llave y entonces escuché por primera vez su voz, un murmullo que no entendí. Paralizada esperé. Se acercó despacio hasta quedar de frente y yo le lancé una de mis miradas más profundas, él inclinó un poco su cabeza hacia la derecha y me sostuvo la vista también, como entendiendo que a partir de ahí el resto se trataría de comprendernos en silencio.
Sí, lo dejé entrar, y ya sé que me dirás que fue precipitado, que suelo actuar así, que a veces no pienso, pero la verdad es que fue una intuición, una percepción inmediata. Me dirás, también, y casi puedo escucharte, que pude haber actuado de esa manera porque entonces me sentía sola, pero no, yo ya te he hablado de que la gente confunde tristeza y soledad con melancolía.
Lo dejé entrar, le invité algo de beber y después estuvimos sentados en la sala. Le hice saber desde entonces que esa sería su casa también. Él parecía a gusto. Había entre los dos un silencio confortable. Esa noche Tomás se quedó en mi casa, ¿qué cómo sucedió? No lo sé, y temo dar una respuesta que dé una idea equivocada, sólo me sentí muy a gusto con su presencia.
Sé que los detalles te aburren, pero recuerdo que salíamos al jardín (¿en realidad debo decir que yo salía al jardín y él siempre iba con pasos silenciosos detrás de mí?) y como parte de mi ritual cotidiano de cada tercer día, abría la llave y me quedaba viendo unos segundos cómo llegaba el agua hasta la punta de la manguera y cómo la tierra suelta comenzaba a oscurecerse, cómo el agua iba haciendo pequeños canales buscando expandirse y era hasta que el olor a tierra mojada invadía el jardín que yo me sentaba en una cómoda silla playera para leer. Tomás se quedaba viendo el agua, aun después de que yo ya estaba leyendo, pero sin mojarse, sin acercarse demasiado. Observaba fijamente el correr del agua entre el pasto y las plantas, solía distraerse fácilmente con un bicho o seguir con la mirada a los mosquitos y después caminar hacia mí y acomodarse en una silla idéntica, contigua a la mía, luego dormitaba un rato sentado, no volvía a abrir los ojos hasta que yo me levantaba a mover la manguera o a cerrarla, y entraba a la casa del mismo modo que habíamos salido.
            Me acostumbré demasiado a él, a su silenciosa compañía, porque entonces yo podía hablar y hablar y tener la impresión de que hablaba con alguien aunque supiera que él sólo escuchaba. Incluso podía llegar a asimilar que él ni siquiera me estaba escuchando, pero fue quien desencadenó que cada vez hablara y me contestara yo misma, que hiciera una recuento de historias del pasado y que en cada recuento acomodara sutilmente las palabras como acomodar latas en la alacena, tal y como quería que se fueran fijando en mis recuerdos. Así, como te hablo a ti ahora.
            No siempre se quedaba conmigo. Algunas veces tardaba varios días en regresar. Y yo, la verdad, le dejaba la puerta de la cocina abierta, por si volvía. Cuando regresaba no le pedía explicaciones, lo abrazaba cálidamente y le hacía saber que esa seguía siendo su casa. Y sí, has de pensar que qué loca y que sola estaba. Sí lo estaba, sí lo estoy, porque además, si quieres que te cuente de nuevo ese episodio, si quieres que vuelva a narrarlo buscando las palabras exactas, o no, buscando las palabras más adecuadas, las que se vayan acomodando mejor cada vez, te digo que una ocasión volvió en la madrugada, todo golpeado. No se quejaba, no le pregunté quién ni cómo. Salí de inmediato a buscar medicamentos y alicientes para sus golpes y regresé a curarlo. Estuvo varios días en cama, casi no comía. Yo aproveché para quedarme junto a él, para contarle otras historias, unas vividas, otras inventadas. Él como siempre, me veía, me proporcionaba una quietud que no se puede comparar con nada.
Pensé que se aliviaría, y así fue. Comenzó a comer un poco. Regresó su buen humor y sus miradas tiernas. Todavía salimos al parque unas cuantas ocasiones más, como aquella primera vez, yo fingiendo que él no iba, él haciendo unas pausas detrás de mí, sin alcanzarme totalmente, pero sabiendo que andaba detrás.
Luego llegó ese día. No apareció en la mañana, ni en la tarde, ni los siguientes dos días. Pero esta vez sabía, lo sabía. Salí a buscarlo. Nunca antes lo había hecho. Recorrí calles, le gritaba. La gente lanzaba esa mirada a la que ya me he acostumbrado, desde que éramos chicas, recuerdas, cuando mi madre me decía que dejara de hablar sola, pero yo te veía y tú me sonreías y me decías con que no dijera nada, que ellos no entendían.
Lo encontré en un callejón, en el suelo, sin movimiento. Yo lo sabía, esperé a que anocheciera, lo cargué hasta la casa. Y luego tú me acompañaste a enterrarlo en el jardín. No lloré, yo ya no lloro desde hace mucho. Pero sigo dejando abierta la puerta de la cocina.