domingo, 23 de noviembre de 2014

Duermes más cuando estás triste...


Llueve. Detrás de la ventana no. Detrás es otro tipo de lluvia. Brota de unos cuencos de algo que llaman cara.
Llueve afuera. Llueve adentro.

Ella recuerda una noche en la que primero no llovía.

Alguien llamó al teléfono. Ese amor, mantenido hasta entonces como un eco a la distancia. Una voz. Una pregunta.

Ella sale a la calle.

Él se impacienta, se levanta de la cama y la sigue; ha notado su inquietud.

Ella balbucea, un sí, un no, un estoy bien, pero…

El que se ha levantado de la cama pregunta quién llama.

Ella camina sin responder y sin colgar. La voz advierte el peligro. Silencio en el auricular. Ella vuelve sus pasos más largos. Quiere mantener la voz…o el silencio. La respiración a distancia también es lenguaje.

Él la alcanza. La observa con una mirada desconocida.

Ella se despide. No sólo por el auricular, también de quien tiene enfrente. Ha llegado el momento de confesar sin palabras. De narrar el último viaje con un silencio largo. Un amor. Una voz. Un placer que no puede nombrarse, que cala porque es ausencia.

Él la agita de los hombros. Necesita que hable.

No hablará. Esa historia es lo único que le pertenece.

Él le pide que vuelvan a casa. Ella mueve la cabeza con una negativa. Debe caminar. Comienza a llover. Una lluvia menudita que parece que no moja. Ella vuelve a andar. Ahora a pasos cortos.

Él la sigue sin hablar. En ese momento las palabras no tienen resonancia.

Luego de un rato él se desespera. Quisiera golpearla. Se contiene. Ella parece notarlo y retoma el rumbo a casa.

Al llegar, ella toma una almohada y se tira en el sofá. Se acerca una sábana. No se cambia de ropa. Tiene frío.

Ambos están mojados.

Él no podrá dormir. De ahora en adelante no podrá dormir.

Muy pronto ella entra en un sueño profundo, donde una voz a lo lejos la espera. Una mirada quieta la tranquiliza.

Pero él sigue sin dormir, y no permitirá que ella duerma en paz. Prende la luz. Jala la sábana que la cobija.

Ella despierta, vuelve a taparse y se cubre la cara.

Él apaga la luz. Enciende nuevamente. Jala la sábana, la toma en los brazos, la levanta a la fuerza. Ella intenta despabilarse del sueño. Él le suelta un golpe que la empuja hacia el sofá.

No dice nada. Ninguno dice nada. Él murmura “puta” por lo bajo.

Ella sonríe mientras se soba la mejilla que pronto se hinchará. Ella murmura o imagina que murmura “no soy puta, y lo sabes, pero tú has sido un hijodeputa, y lo sabes”.

Él parece adivinarlo; se enciende y levanta la mano, con un coraje que cada vez es menos contenible. Ella lo mira a los ojos y gira un poco el rostro para que le pegue en la otra mejilla.

Él llora. Ella lo llama cobarde.

Él llora más fuerte, como un niño.

Ella le regresa el golpe. Le dice o cree decirle: “no diré ‘lo siento’, no tengo por qué, tú lo has hecho otras veces, porque sí, en secreto”.

Él apaga y prende la luz. Apaga y prende la luz. Como en una regresión a su infancia. Llora.


Ahora que llueve allá afuera, años después, ella recuerda la noche en que todo acabó y en que todo comenzó. No debe arrepentirse de nada, sólo los cobardes se arrepienten. Esa noche, entre sueños murmura un adiós no dicho, y sabe que duerme más cuando se encuentra triste.