Tomás ha muerto. Es por eso que pretendo ahora contar parte de su
historia, de su historia conmigo.
Me has preguntado que cómo lo conocí, qué cómo lo
traje a vivir a mi casa, y todo lo que tú sabes, aunque lo que conoces y has
visto ha sido una historia desordenada a la que has hecho juicios, a mi ver,
injustificados, pues nunca sentiste simpatía por él. Tendría que explicarte
cómo fueron sucediendo las cosas entre él y yo para que quizá puedas comprender
lo que realmente sucedió. Sí, explicarte de otra forma a la que ya sabes.
No recuerdo bien dónde y cuándo lo conocí, es
decir, tal vez entre mis recuerdos se encuentran aromas y colores, pero no
nombres ni fechas. Sé de cierto, que nos cruzamos de frente en una calle; yo
entonces iba sumergida en unos pensamientos frágiles, de esos que van saltando
de un borde a otro, cuidándose del precipicio que hay en medio, y justo cuando
uno de mis pensamientos intentaba saltar sobre otro me topé con su mirada. Debo
admitir que me tomó por sorpresa, tanto que perdí la concentración que ya había
ganado después de caminar y caminar durante un rato. Sin embargo, el cruce de
miradas duró un par de segundos y seguí de largo.
No recuerdo cuánto más había caminado cuando
advertí que me seguía; sus pasos no se habían escuchado detrás de mí, pero él
pasó por un camino de yerba seca que yo esquivé y fue cuando escuché un pequeño
crujir. No volteé, pero estaba segura que él se había dado cuenta de que yo
sabía que iba siguiéndome. No sentí miedo, eso lo recuerdo bien, dejé que
continuara como si fuera un juego entre ambos. Aunque ahora que lo pienso, no
podría asegurar del todo si en el fondo un poco de miedo se coló en mí, y
terminó por mezclarse con curiosidad.
Caminé hacia mi casa. Frente a la puerta me detuve
a buscar la llave y entonces escuché por primera vez su voz, un murmullo que no
entendí. Paralizada esperé. Se acercó despacio hasta quedar de frente y yo le
lancé una de mis miradas más profundas, él inclinó un poco su cabeza hacia la
derecha y me sostuvo la vista también, como entendiendo que a partir de ahí el
resto se trataría de comprendernos en silencio.
Sí, lo dejé entrar, y ya sé que me dirás que fue
precipitado, que suelo actuar así, que a veces no pienso, pero la verdad es que
fue una intuición, una percepción inmediata. Me dirás, también, y casi puedo
escucharte, que pude haber actuado de esa manera porque entonces me sentía
sola, pero no, yo ya te he hablado de que la gente confunde tristeza y soledad
con melancolía.
Lo dejé entrar, le invité algo de beber y después
estuvimos sentados en la sala. Le hice saber desde entonces que esa sería su
casa también. Él parecía a gusto. Había entre los dos un silencio confortable.
Esa noche Tomás se quedó en mi casa, ¿qué cómo sucedió? No lo sé, y temo dar
una respuesta que dé una idea equivocada, sólo me sentí muy a gusto con su
presencia.
Sé que los detalles te aburren, pero recuerdo que
salíamos al jardín (¿en realidad debo decir que yo salía al jardín y él siempre
iba con pasos silenciosos detrás de mí?) y como parte de mi ritual cotidiano de
cada tercer día, abría la llave y me quedaba viendo unos segundos cómo llegaba
el agua hasta la punta de la manguera y cómo la tierra suelta comenzaba a
oscurecerse, cómo el agua iba haciendo pequeños canales buscando expandirse y
era hasta que el olor a tierra mojada invadía el jardín que yo me sentaba en
una cómoda silla playera para leer. Tomás se quedaba viendo el agua, aun
después de que yo ya estaba leyendo, pero sin mojarse, sin acercarse demasiado.
Observaba fijamente el correr del agua entre el pasto y las plantas, solía
distraerse fácilmente con un bicho o seguir con la mirada a los mosquitos y
después caminar hacia mí y acomodarse en una silla idéntica, contigua a la mía,
luego dormitaba un rato sentado, no volvía a abrir los ojos hasta que yo me
levantaba a mover la manguera o a cerrarla, y entraba a la casa del mismo modo
que habíamos salido.
Me acostumbré demasiado
a él, a su silenciosa compañía, porque entonces yo podía hablar y hablar y
tener la impresión de que hablaba con alguien aunque supiera que él sólo
escuchaba. Incluso podía llegar a asimilar que él ni siquiera me estaba
escuchando, pero fue quien desencadenó que cada vez hablara y me contestara yo
misma, que hiciera una recuento de historias del pasado y que en cada recuento
acomodara sutilmente las palabras como acomodar latas en la alacena, tal y como
quería que se fueran fijando en mis recuerdos. Así, como te hablo a ti ahora.
No siempre se quedaba
conmigo. Algunas veces tardaba varios días en regresar. Y yo, la verdad, le
dejaba la puerta de la cocina abierta, por si volvía. Cuando regresaba no le
pedía explicaciones, lo abrazaba cálidamente y le hacía saber que esa seguía
siendo su casa. Y sí, has de pensar que qué loca y que sola estaba. Sí lo
estaba, sí lo estoy, porque además, si quieres que te cuente de nuevo ese
episodio, si quieres que vuelva a narrarlo buscando las palabras exactas, o no,
buscando las palabras más adecuadas, las que se vayan acomodando mejor cada
vez, te digo que una ocasión volvió en la madrugada, todo golpeado. No se
quejaba, no le pregunté quién ni cómo. Salí de inmediato a buscar medicamentos
y alicientes para sus golpes y regresé a curarlo. Estuvo varios días en cama,
casi no comía. Yo aproveché para quedarme junto a él, para contarle otras
historias, unas vividas, otras inventadas. Él como siempre, me veía, me
proporcionaba una quietud que no se puede comparar con nada.
Pensé que se aliviaría, y así fue. Comenzó a comer
un poco. Regresó su buen humor y sus miradas tiernas. Todavía salimos al parque
unas cuantas ocasiones más, como aquella primera vez, yo fingiendo que él no
iba, él haciendo unas pausas detrás de mí, sin alcanzarme totalmente, pero
sabiendo que andaba detrás.
Luego llegó ese día. No apareció en la mañana, ni
en la tarde, ni los siguientes dos días. Pero esta vez sabía, lo sabía. Salí a
buscarlo. Nunca antes lo había hecho. Recorrí calles, le gritaba. La gente
lanzaba esa mirada a la que ya me he acostumbrado, desde que éramos chicas,
recuerdas, cuando mi madre me decía que dejara de hablar sola, pero yo te veía
y tú me sonreías y me decías con que no dijera nada, que ellos no entendían.
Lo
encontré en un callejón, en el suelo, sin movimiento. Yo lo sabía, esperé a que
anocheciera, lo cargué hasta la casa. Y luego tú me acompañaste a enterrarlo en
el jardín. No lloré, yo ya no lloro desde hace mucho. Pero sigo dejando abierta
la puerta de la cocina.