Ruth Castro
Es domingo 1 de marzo. Un día cálido, pero de
esos en que todavía sales con un suéter “por si acaso”. Edgar y su sobrino Jonathan
pasan por mí a las 5:30 p.m. para ir a Matamoros, Coahuila; una pequeña ciudad
de La Comarca Lagunera aledaña a Torreón. Subimos las cajas a la camioneta y
nos vamos. Son 20 minutos de camino, más los que tardamos en localizar la plaza
principal.
En el breve viaje
pienso en mi gran habilidad para comprometerme en empresas del tipo “picar
piedra”. Tal vez no vendamos nada, tal vez a nadie le importe una lectura en
voz alta, y además es domingo, mi único día de “descanso”, y en el que
paradójicamente hago todo los pendientes caseros que se acumulan en la semana.
Le hablamos por
teléfono a Sergio porque estamos perdidos. Él ha sido el de la ocurrencia.
Después de que participara como cuentacuentos clown en la mayoría de las ediciones de Moreleando en Torreón, ha
pensado en hacer algo similar, por pequeño que sea, en su pueblo. Decir
“pueblo” es eso, un decir, porque Matamoros tiene más de 100 mil habitantes. Sergio
aparece corriendo, se sube a la camioneta y nos indica por dónde ir. Es muy
cerca de ahí, pero hay que dar un largo rodeo porque han cerrado una calle: la Pabellón.
Cuando llegamos ya
están instalados dos foros, uno para música y otro pequeño en el que leeremos
en voz alta y más tarde se pondrá una película de Miyasaki. Instalamos nuestra
mesita con libros debajo de un árbol enorme. La gente comienza a acercarse.
La Pabellón es una
de las cuatro calles que bordean la plaza, y el domingo es el día de paseo
familiar, de buscar un elote, una hamburguesa, una nieve. Señoras, niños y
jóvenes empiezan a ver los libros de nuestra mesa. En la otra cuadra se escucha
una bandita de rock que prueba el sonido. A la vuelta los Cachivaches preparan
su presentación y anuncian la primera llamada.
No he comido, así
que dejo a Edgar y a su sobrino con la gente que husmea los libros y me alejo
en busca de alimento. Entre las calles, los puestos de tacos se alistan; apenas
están prendiendo el carbón o instalando mesas y limpiando. No encuentro un solo
puesto que ya tenga comida lista. Más adelante entro a una fonda y pido una
hamburguesa, unas papas y una Coca. Normalmente no comería eso, pero es
domingo, ya son más de las 6:00 p.m., y el día de hoy mi hambre no distingue
entre grasoso y saludable. La señora que atiende me dice que no vende refrescos
desechables, que si quiero en envase de vidrio. Le pregunto si debo pagar importe
y ella me observa de manera extraña. Me dice que es simple, que se lo devuelva
cuando termine.
Aparezco nuevamente
en el stand de libros, con una sonrisa y una Coca en envase de vidrio: digan lo
que digan saben mejor que las de lata o envase plástico. Esta ciudad comienza a
gustarme. A nuestro puesto libresco se ha acercado más gente. Parece que
tuviéramos una nueva receta de conchitas preparadas. Jóvenes preguntan por
libros, señoras buscan alguno para sus niños también.
Hace un viento
cálido y se ha metido por fin el sol. El árbol que nos dio sombra un ratito
ahora oscurece demasiado el espacio. A unos metros de nosotros está un
arbotante apagado; esperamos a que lo prendan y nos movemos hacia él.
Lo que está
sucediendo parece una danza callejera: adolescentes tocan surf en uno de los
foros, un mimo reúne a un público expectante, una estatua viviente se presenta
como un hombre que levita, la caricatura japonesa inicia en una gran pantalla, y muchos de los libros que trajimos
se alejan en los brazos de la gente.
Le pregunto a
Sergio si hay librerías en Matamoros. Ni una sola. Una gran parte de la
población viaja todos los días a Torreón o a Gómez Palacio porque allá estudian
o trabajan. Si necesitan o desean comprarse un libro no pueden adquirirlo en su
ciudad.
Sergio Ayup
Rodríguez anda de un lado para otro revisando que todas las actividades se
realicen sin percances. Lo acompaña también el joven director de cultura
municipal, que lo ha apoyado en el proyecto. He olvidado lo que pensaba camino
acá. Ver a la gente entusiasmada por lo que sucede en la calle ha valido la
vuelta. Un chico aparca su bicicleta y está como poseído viendo títulos. Se
decide por tres, y no le importa si será un poco difícil maniobrar con los libros
en mano. Otro joven que carga un bebé está más que contento viendo portadas y
me indica cuáles ya ha leído. Quiere platicar. Quiere comentar que tal libro
describe un pasaje largo, largo sobre unos botines. Quiere decir que otro lo
dejó a la mitad, porque se encontró con uno que no le permitió dormir por días
hasta que lo terminó. Chicos de negro y de cabello largo preguntan por Stephen
King. Les muestro a Lovecraft y me dice uno de ellos que no sabe si está
preparado para dar ese salto. Se lleva Relatos
aterradores. Hay una constante: nos preguntan si volveremos todos los
domingos.
No me doy cuenta de
qué tanto tiempo ha pasado. Han tocado varios grupos de música, el mimo se ha
presentado varias veces y hace rato que acabó la proyección de la película. Son
casi las 10 p.m. Pienso en que la gente se alejará de la mesa de libros pronto.
Luego comienzan a desinstalar el sonido, a recoger las mesas. La gente no se
va. Quiere seguir viendo libros, siente curiosidad por cosas que no está
acostumbrada a ver en su ciudad. Quiere arte y quiere cultura. Pienso en que
nuestras acciones se replican de formas que no tenemos ni idea. Creo que
Moreleando nos ha transformado en un punto profundo, a un montón de personas.
Primero a todos los que participamos en él y no imaginábamos en qué podría
convertirse y en qué magnitud. Y obviamente ha modificado los hábitos sabatinos
de miles de personas en La Laguna. Creo que La Pabellón también puede hacerlo.
A mí me siguen
diciendo que la gente no lee, que los jóvenes no leen. Quizá en parte sea
cierto, porque ahora la lectura compite con la tecnología y con el
entretenimiento pasivo. Hay otros que dicen que ahora se lee más que nunca, y
se escribe más que nunca, porque en las redes sociales hacemos ambas cosas todo
el tiempo. No me embarcaré en esa discusión, pero creo que muchas personas leerían
más si tuvieran los medios a su alcance, si hubiera libros a precios accesibles,
y cerca de los lugares que frecuentan, si alguien pudiera recomendarles un
libro a su medida, si hubiera más programas de fomento a la lectura cerca de
sus casas o de sus centros de trabajo. Quizá Matamoros no tenga pronto una
librería, pero seguro tendrá libros y lectura en voz alta (y otras tantas
actividades) en La Pabellón, un domingo al mes.
Publicado en www.elastillerolibros.com