Con zapatos de
tacón
Con zapatos de tacón
las nenas se ven mejor…
que con zapatos de piso
Bronco
Si
algo habría que envidiar al género masculino es no tener que lidiar con la
funesta presión social de usar zapatos de tacón. El calzado de los hombres,
desde la infancia, tiende a lo tosco, a lo holgado; también a lo redondo, por
lo que los dedos pisan sobre una extendida comodidad. Nada da más pena que ver
una niña de 8 años vestida a imagen y semejanza de su madre, que ya porta unos
huarachitos poco confortables de pequeña altura.
Cuántas historias de represión
podrían contarse a partir de los zapatos que
nos aprietan. Mi vida resumida a los materiales que me han envuelto los
pies pueden acaso esbozar una de tantas. De niña me obligaron, sabiamente, a
usar zapatos cerrados, de cintas o de broches, con suela de goma. No podía
elegir un modelo que no me sujetara bien los pies pues, se decía, podían
enchuecarse. Los tipo ortopédicos no eran los más lindos —mi madre estaba
entonces más interesada en que me condujera derechamente— y, por supuesto, en
que éstos me duraran todo el semestre escolar. De lo que no pude salvarme: los
tradicionales bailables escolares, con vestidos folklóricos, trenzas de
estambre y zapatitos altos para taconear al ritmo de la música mexicana, o
bien, la falda de mezclilla, camisa texana de cuadros, sombrero norteño y los
mismos taconcitos para alegrar a todo público en esos patéticos festivales que
toda madre registró en fotografías.
En la adolescencia comencé a usar
zapato de plataforma. De estilo tosco, sí, porque era “rockera” (aunque también
era una manera inconsciente de parecer más alta). Cuando abandoné la casa
materna para estudiar, mudé a una ciudad pluvial y montañosa. Poco me duraron
los zapatos de alto soporte, sufrir de continuas torceduras de tobillos me
orilló a cambiar todo mi repertorio zapatil
por botas de piso y tenis. Creo que fueron los años de mayor dicha andariega,
en una ciudad húmeda y floreada, amable con la tranquila caminata nocturna.
En
un afán, también inconsciente, de entorpecer mi andar (con las implicaciones
psicológicas que eso conlleve) me incliné un tiempo por usar sandalias tejidas
con fibras naturales; si estudiaba en Humanidades, llegué a pensar, adornarían
mi actitud de hippie-pacifista-relajada. Los huaraches no siempre servían para
hacer largos recorridos, y definitivamente no se llevan con los charcos ni los
torrentes de agua. Pero uno suele ignorar la comodidad cuando se trata de verse
bien (por más haragán que fuera mi estilo).
La vida sedentaria de egresada llegó
más tarde y volví a alojarme en una ciudad de clima abrasador que me impide aún
disfrutar de paseos casi a cualquier hora del día. Subir al automóvil para
llegar a una oficina y hacerla de promotora cultural me hizo creer que debía
llenar mi closet de zapatos de tacón en varias tonalidades. Comencé con unos
decentes, decorosos y tímidos de tres centímetros. Junto a mis compañeras eran
eso, unos zapatos modestos e introvertidos que apenas me elevaban una nada
sobre mi diminuta estatura. Yo habría jurado que en verdad marcaban mis
pantorrillas, pero las diferencias con las “otras” eran abismales, abismales
como las causas que nos mantenían en ese trabajo atroz de doce horas diarias,
ya lo dije, en pro de la “alta” cultura.
Entre los recuerdos pedestres tengo
también mi iniciación como docente universitaria. Antes de aquel comienzo me
había comprado algunos (como dos centímetros más prominentes que los
anteriores, todavía dentro de lo recatado), además de vestidos y maquillaje
para verme mayor. Recuerdo que la primera vez que entré al salón de clases, con
todo y mi disfraz de maestra, las chicas me preguntaron si era una nueva
alumna. Hubo incluso algunas estudiantes que portaban unos, no miento, como del
doce, y no sé cómo hacían para subir y bajar las escaleras entre clase y clase,
ni qué ungüento milagroso se aplicarían por las noches para aguantar el dolor.
“La belleza cuesta”, dicen, nos hacen creer. Aunque me
declaré en contra de esta idea miserable y me asumí bastante propensa a la vida
confortable y sencilla, he caído invariablemente en tramposos clichés y modas
nefastas. Si hurgo en las profundidades de mis justificaciones, las
contradicciones son claras: sin estar de acuerdo en someter mis extremidades a
la tortura de lo aparente, frente al aparador, no obstante, oscilaba entre
llevarme unos zapatos de descanso, u otro par “casual”, “formal” o “de fiesta”,
en algún color hasta entonces no probado en mi caminar. Pensaba, de forma
paranoica, que podría perder el empleo por portar unos agradables y holgados
esperpentos.
Al fin llegó el día en que,
literalmente cansada de conducirme en bellos e irritantes modelos —que además
parecían zapatillas de reposo a los ojos del resto de las féminas realmente
entaconadas— busqué asideros de información sin saber que sería el comienzo de
mi propia contienda secreta. Y es que no se necesita un gran coeficiente
intelectual para entender que montarse en unos zapatos altos no trae ningún
beneficio más allá de la creencia de que se lucen piernas esbeltas y
estéticamente apreciables y, claro está, que la estatura se eleva unos
centímetros.
Muchas dirán que no es poca cosa, y
otras más allá también dirán que se ven y se sienten psicológicamente mejor.
Claro, si lo más significativo en el mundo es cómo lucimos y nos sentimos
ahora, y no cómo eso afectará los tobillos, rodillas, meniscos, cintura, cadera,
coxis y columna, ni cómo trastornará la postura, y desde luego, ¡los pies! en
un futuro no tan alejado: ni qué decir. En la era del vacío, del vacío que
paradójicamente nos invade, sabemos, la apariencia intenta llenar el vasto
hueco existencial. En lo que hoy queremos ser, o al menos parecer, no cabe la
medición de las consecuencias a largo plazo.
Madres, tías y abuelas han admitido
que los zapatos que usaron en su juventud les destrozaron los pies. Ya no
pueden usar sandalias veraniegas que dejen a la vista sus juanetes y dedillos
permanentemente contraídos. Cuando he preguntado la razón de la tortuosa y
antifisiológica costumbre, algunas me dicen que simplemente así era si
pretendías tener “buen aspecto”. Pasan los años y ya no se soportan los zapatos
de piso; la afectada deformación es tal que sólo en recuerdos quedará lo que un
día fue pasear con las plantas paralelas al suelo. Y aunque madres, tías y
abuelas intentan evadir el tema, han llegado a confesar que más aterrador que
el dolor de parto es el dolor de la cirugía hallus
valgus. A tal extremo que algunas prefieren, por fin, cambiar de modelos, y
disimular las prominencias óseas con zapatitos cerrados.
Cierta mujer tiene un esposo que elige sus zapatillas.
Imagínense. En reuniones familiares ella presume que su maridito quiere que se
vea “hermosa” todo el tiempo. Bastaría con observar cómo camina después de un
rato en el centro comercial, ya se recarga en un pie, ya en otro. Pero si
alguien se atreve a preguntar si está cansada responde que no, que su calzado
es comodísimo y te habla con soltura mercadológica de la marca y el precio
(como si eso fuera relativo al confort de un diseño).
Con zapatos de tacón / se mueven como
programadas para coquetear, / con zapatos de tacón / se mueven y sus movimientos
nos hacen babear.
Inevitable
preguntarnos ahora: ¿por qué las mujeres no se quejan y, al contrario, llegan a
sentir lástima por las pobres que no han acumulado un mínimo aceptable de 10,
20, 30 pares en su closet, y “se divierten” contando que no hay mejor remedio
para la depresión que comprarse zapatos? Hemos de preguntarnos, también, ¿por
qué como mujeres no promovemos el
uso formal de chanclas o chinelas en el trabajo y en la vida diaria? Toleramos
formas (ni siquiera tan) sutiles de violencia social y de violencia hacia
nosotras mismas; ¿por qué nadie habla tampoco de la discriminación silenciosa
entre las mismas mujeres (pienso en una que se le ocurre aparecer con unas
alpargatas horrendamente acogedoras en una fiesta).
Y si en vez de la dolorosa queja
damos un giro al terreno de las alegorías (a veces funcionan mejor que los
discursos directos), tenemos la de Prometeo
mal encadenado, de André Gide: “todos tenemos un águila”. En el mito
griego, el portador del fuego es por segunda ocasión castigado por Zeus: además
de encadenarlo a una roca del Cáucaso, un águila devoraría su hígado
incansablemente. El cuerpo inmortal de Prometeo se regeneraba de día para
recibir el castigo nocturno del ave hambrienta. Como personaje de Gide, el
Prometeo del siglo XX advierte que todos tenemos un águila que nos engulle
según se lo permitamos. ¿Y qué con los tacones? Nos une al águila cierto cariño
o amor desmedido (según sea el caso) que nos hace sentir culpables si no la
alimentamos. Se engorda al pajarraco en detrimento de la propia salud. Sabemos
que nos hace daño, pero también nos gusta presumir la belleza de sus plumas
cuando está bien cebada por nuestro propio hígado, por nuestro propio malestar.
Todos tenemos un águila, un miedo, un
hábito, una costumbre o unos zapatos de tacón que no importa si nos perjudican o
lastiman, lo sustancial es que se puedan presumir y nos proporcionen un “porte”
elevado.
Si Prometeo nos hubiera convidado algo más que
el fuego, las artes y, siglos más tarde, la reflexión sobre el águila
metafórica que nos carcome un hígado también metafórico, si nos convidara algo
de su clarividencia, me atrevo a externar algunas no tan sesudas predicciones:
Los hombres no se salvarán
Pese
a lo dicho en el preludio de este texto sobre el calzado masculino, he visto
los últimos años una marcada tendencia de puntas que se angostan, es decir, que
ahora se “estilan” los zapatos picudos. La moda no respeta géneros[1] y
engendra nuevos comportamientos de consumo. Toda una gama de productos, hasta
hace poco considerados “femeninos”, está disponible para que los hombres
dediquen una mayor parte de su gasto al “cuidado personal”. Ahora escucho a
varones que se jactan de tener una colección de zapatos en casa, de variadas
texturas y tonalidades, de entre los que pueden elegir cada mañana según la
ocasión lo amerite. No nos sorprendamos el día en que el tacón de las botas
masculinas comience a crecer[2] y
ellos estén satisfechos al ver tras el pantalón ajustado el realce y redondez
de sus posaderas.
Las mujeres se salvarán cada vez
menos
Los
zapatos serán cada vez más altos, de colores más estridentes, con materiales y
texturas cada vez más impensables, como si fueran todas a concursar en el mismo
show. No lo predijo Prometeo. Basta con ver los aparadores de cada temporada.
El manifiesto del país sin punta
Gianni
Rodari ha dejado al mundo un cuento fabuloso en el que un viajero llega a “El
país sin punta”; ahí todo era redondito y de suave curva. Lo que conocemos como
afilado, espinoso, puntiagudo y dañino no existía en ese lugar. Hasta los
policías eran amables. No lo dice Rodari, pero por consecuencia podemos
imaginar que en sus zapaterías sólo vendían botas industriales, borceguís
abombados, tenis, zapatos de enfermera, escarpines de bebés, pantuflas,
babuchas (sin punta), zapatillos tejidos, sandalias ergonómicas y crocs.
En dos grandes apartados tendrían que dividirse los
aparadores: zapatos de descanso y zapatos para caminar o hacer deportes. En
este país sería valorado quien se preocupara demasiado por sus pies y piernas,
y quienes practicaran los distintos tipos de caminatas: paseadoras, reflexivas,
dubitativas, desestresantes, etc. La visita al podólogo sería indispensable
desde temprana edad. Y sus mayores se dejarían de andaderas, bastones y sillas
de ruedas porque no habría tanta enfermedad de las extremidades.
He leído y releído este cuento.
También he ido agregando detalles redondos y amables a mi propio país sin punta
imaginario. Entre mis nuevos hábitos tengo: sólo comprar zapatos afables y
cordiales y afectuosos con mis pies; cuando halle el país del cuento rodariano
seré aceptada como ciudadana sin punta, si no en todos los sentidos y
acepciones de la frase, por lo menos en uno sí: lo que me mantiene “en pie”.
[1] La moda impone y también ciertos personajes
del espectáculo. Ya el glam ochentero
nos mostró que los rockeros pueden usar cantidades estratosféricas de
maquillaje y botas negras con remaches, pero con altas plataformas.
[2] Como dato curioso para los anales del calzado, un diseñador textil
mexicano comenzó a aparecer en sus clases universitarias con zapatos de tacón
de 12 centímetros. Según él, no se trata de travestismo pues sigue llevando una
masculina y larga barba, sino de jugar con los roles de género, con los objetos
relacionados a éstos. En una entrevista ha dicho: “He usado bolsos, aretes… pero el poder
que tienen los zapatos de tacón es mucho más fuerte que cualquier otro objeto.
Los zapatos tienen mucho background de erotismo, lujo y poder. Si
estudié diseño textil es para saber las historias de los objetos y yo poder
crear una nueva historia con ellos”
(http://www.animalpolitico.com/2013/05/la-vida-de-un-hombre-en-tacones/).
Investigación seria o no, performance o expresión del arte contemporáneo que se
basa puramente en el discurso, no sé, pero él tampoco se salvará de la larga
lista de dolores y padecimientos que acompañan estos “lujosos y poderosos”
objetos.