Todos moriremos algún día, lo
sabemos. Y aunque es lo único de lo que estamos seguros en la vida, no deja ni
dejará de sorprendernos la muerte. Cosa curiosa resulta cuando muere uno de
nuestros escritores “de cabecera”, pues con regularidad se trata de hombres o
mujeres que se fueron haciendo entrañables para nosotros a través de la
lectura.
La relación autor-lector suele
ser extraña, pese a ser indirecta (rara vez se da el caso de que un lector
cualquiera conozca en persona al autor que admira y que ambos entablen una
amistad), se siente, inevitablemente, un vacío cuando nos avisan que ese
hombre, esa mujer, que parecía escribir sólo para mí, sólo para ti, ya no lo
hará más. Puede incluso llegar a doler más que cuando nos anuncian que ha
muerto el vecino o el tío aquel que casi nunca veíamos.
Y es porque con algunos autores,
por medio de sus libros, sentimos más cercanía que con muchos que,
literalmente, o mejor dicho, físicamente, están cerca. La lectura, esta unión silenciosa
entre quien escribe y quien lee, suele proporcionarnos, entre otras cosas,
fascinación, ternura, reflexión, alegría, tristeza, adicción, esperanza, identificación,
emociones que no siempre se dan en las relaciones cotidianas, o que al menos no
se dan en la forma en que la literatura lo logra.
Hace algunos días, un amigo me
llamó temprano para avisarme que José Saramago acababa de morir. A partir de
ahí comencé a recordar en qué momentos había leído al Nóbel portugués y qué era
lo que me había hecho sentir y pensar, como ponderando si lo tengo considerado
entre “mis cercanos”.
Volví al libro que recordaba,
según yo, con más claridad: El ensayo
sobre la ceguera. Con la lectura, mis sorpresas fueron varias, en primer lugar,
que no había tanta claridad en mis recuerdos, pues me había quedado sólo con la
anécdota; segundo, me topé con partes que “vi con otros ojos”, frases que
retumbaron en mí de manera diferente a la primera lectura que hice algunos años
atrás.
Y es que eso es precisamente,
creo, lo que hace a un escritor como a un amigo, el hecho de que se pueda leer
y releer y en cada ocasión nos diga detalles distintos, tanto así, que sentimos
que casi lo conocemos, o bien, sentir que él nos conocía y por ello escribió
ciertas palabras. Eso es también lo que convierte a un autor en un clásico, la
vigencia de sus mensajes.
Dos días después de la noticia me
enteré que Carlos Monsivaís también se fue para siempre. Más tarde salí al
banco y en la fila había una persona que leía a Saramago; me contuve de
preguntarle si ya estaba enterado o si era pura casualidad. No hay mejor
publicidad para un escritor que morirse. Se hacen reediciones de sus obras,
placas conmemorativas y ensayística de ocasión; este auge postmortem atrae
nuevos lectores, muchas veces movidos por el morbo de saber qué hacía un
difunto tan comentado.
Estos autores tuvieron en común
una postura contestataria: el portugués desde el comunismo militante, el
mexicano desde la crítica social de la política, ambos crearon propuestas
estéticas originales sin apartarse de un compromiso ético público. Ahora
descansan, nos quedan sus obras para seguir cultivando estas extrañas amistades
que, debido a la escritura y la lectura, pueden prevalecer aún después de la
muerte.
Metrópolis, julio 2010
http://revistametropolis1.blogspot.mx/2010/07/libros-extranas-amistades.html
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