jueves, 5 de abril de 2012

Extrañas amistades

Todos moriremos algún día, lo sabemos. Y aunque es lo único de lo que estamos seguros en la vida, no deja ni dejará de sorprendernos la muerte. Cosa curiosa resulta cuando muere uno de nuestros escritores “de cabecera”, pues con regularidad se trata de hombres o mujeres que se fueron haciendo entrañables para nosotros a través de la lectura.

La relación autor-lector suele ser extraña, pese a ser indirecta (rara vez se da el caso de que un lector cualquiera conozca en persona al autor que admira y que ambos entablen una amistad), se siente, inevitablemente, un vacío cuando nos avisan que ese hombre, esa mujer, que parecía escribir sólo para mí, sólo para ti, ya no lo hará más. Puede incluso llegar a doler más que cuando nos anuncian que ha muerto el vecino o el tío aquel que casi nunca veíamos.

Y es porque con algunos autores, por medio de sus libros, sentimos más cercanía que con muchos que, literalmente, o mejor dicho, físicamente, están cerca. La lectura, esta unión silenciosa entre quien escribe y quien lee, suele proporcionarnos, entre otras cosas, fascinación, ternura, reflexión, alegría, tristeza, adicción, esperanza, identificación, emociones que no siempre se dan en las relaciones cotidianas, o que al menos no se dan en la forma en que la literatura lo logra.

Hace algunos días, un amigo me llamó temprano para avisarme que José Saramago acababa de morir. A partir de ahí comencé a recordar en qué momentos había leído al Nóbel portugués y qué era lo que me había hecho sentir y pensar, como ponderando si lo tengo considerado entre “mis cercanos”.

Volví al libro que recordaba, según yo, con más claridad: El ensayo sobre la ceguera. Con la lectura, mis sorpresas fueron varias, en primer lugar, que no había tanta claridad en mis recuerdos, pues me había quedado sólo con la anécdota; segundo, me topé con partes que “vi con otros ojos”, frases que retumbaron en mí de manera diferente a la primera lectura que hice algunos años atrás.

Y es que eso es precisamente, creo, lo que hace a un escritor como a un amigo, el hecho de que se pueda leer y releer y en cada ocasión nos diga detalles distintos, tanto así, que sentimos que casi lo conocemos, o bien, sentir que él nos conocía y por ello escribió ciertas palabras. Eso es también lo que convierte a un autor en un clásico, la vigencia de sus mensajes.  

Dos días después de la noticia me enteré que Carlos Monsivaís también se fue para siempre. Más tarde salí al banco y en la fila había una persona que leía a Saramago; me contuve de preguntarle si ya estaba enterado o si era pura casualidad. No hay mejor publicidad para un escritor que morirse. Se hacen reediciones de sus obras, placas conmemorativas y ensayística de ocasión; este auge postmortem atrae nuevos lectores, muchas veces movidos por el morbo de saber qué hacía un difunto tan comentado.

Estos autores tuvieron en común una postura contestataria: el portugués desde el comunismo militante, el mexicano desde la crítica social de la política, ambos crearon propuestas estéticas originales sin apartarse de un compromiso ético público. Ahora descansan, nos quedan sus obras para seguir cultivando estas extrañas amistades que, debido a la escritura y la lectura, pueden prevalecer aún después de la muerte. 

Metrópolis, julio 2010
http://revistametropolis1.blogspot.mx/2010/07/libros-extranas-amistades.html

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